HECHOS DE LOS APÓSTOLES (Hch 5,21b-33): “Los apóstoles ante el Sanedrín”      

En cuanto llegaron el sumo sacerdote y los que le acompañaban, convocaron el Sanedrín y todo el consejo de ancianos de los hijos de Israel y enviaron a buscar [a los apóstoles] a la cárcel. Pero al llegar los alguaciles no los encontraron en la prisión, y regresaron y comunicaron la noticia: “Hemos encontrado la cárcel cerrada, bien custodiada, y a los centinelas firmes ante las puertas; pero al abrir no hemos encontrado a nadie dentro”. Cuando oyeron estas palabras el oficial del Templo y los príncipes de los sacerdotes, se quedaron perplejos por lo que habría sido de ellos. Llegó uno y les anunció: “Los hombres que metisteis en la cárcel están en el Templo y siguen enseñando al pueblo”. Entonces fue el oficial con los alguaciles y los trajo, no por la fuerza, porque tenían miedo de que el pueblo les apedrease. Los condujeron y presentaron al Sanedrín. El sumo sacerdote les interrogó: “Os prohibimos severamente enseñar en ese nombre, y sin embargo vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina y queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre”. 

Pedro y los apóstoles respondieron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, al que vosotros matasteis colgándolo de un madero. A éste lo exaltó Dios a su derecha, como Príncipe y Salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Y de estas cosas somos testigos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios ha dado a todos los que le obedecen”. Al oír esto se enfurecieron y querían matarlos.

Los apóstoles hicieron lo que el ángel les había ordenado tras liberarlos de la prisión: fueron al Templo y comenzaron a instruir al pueblo. Los israelitas debían enterarse de la verdad y comprender que el Mesías esperado desde tiempos remotos había venido para liberar a su pueblo de todas las cadenas del pecado y convertirlo en mensajero de la salvación.

Pero los perseguidores no daban tregua. Ni siquiera el hecho de que los apóstoles fueran liberados de la cárcel de forma inexplicable les hizo recapacitar. Así que volvieron a arrestarlos, pero no pudieron hacerlo por la fuerza. Evidentemente, al pueblo le desagradaba tanto el proceder de las autoridades que los alguaciles temían que les apedrearan si recurrían a la fuerza. Los apóstoles fueron presentados ante el Sanedrín y el sumo sacerdote comenzó a interrogarles. Les recordó que les habían prohibido severamente enseñar en el nombre de Jesús. Sin embargo, Pedro y los apóstoles no se sentían obligados por esta orden y respondieron con valentía: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”.

Ante el sumo sacerdote, los apóstoles apelaron a la suprema autoridad a la que toda autoridad humana está subordinada: Dios mismo. Esta es la última instancia a la que está sometida la libertad del hombre. Claro que no se puede abusar de tal apelación en favor de los propios intereses o para evitar someterse a una legítima autoridad humana. En el uso correcto de la libertad se revela la verdadera dignidad del hombre. De esta manera, se adhiere a Dios, su Padre, y le obedece de buena gana y con amor como hijo y colaborador suyo. Toda otra autoridad está subordinada a esta.

Los apóstoles estaban al servicio de la gran obra de Dios: la redención de la humanidad. Su mensaje había sido acreditado por milagros y prodigios. El sumo sacerdote y todos los líderes religiosos debían haber sido los primeros en acoger al Mesías enviado por el Padre y servirle con alegría y gratitud. Había sido anunciado desde antiguo por boca de los profetas. Sin embargo, por desgracia, no actuaron así, sino que hicieron con Él lo que quisieron.

Ahora, cuando veían cómo los apóstoles servían a esta misión y podían constatar que la fuerza de Jesús seguía actuando a través de ellos, se les presentaba una nueva oportunidad para convertirse. Seguramente habían escuchado hablar del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. Podríamos decir que Dios les había dado una segunda oportunidad para reconocer su designio. En muchos de los líderes religiosos podrían haberse hecho realidad las palabras de Jesús: «Todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas» (Mt 13, 52), así como aquellas otras del Antiguo Testamento: «Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad» (Dn 12, 3).

Por desgracia, la realidad fue distinta. Aunque los apóstoles volvieron a dar un claro testimonio, haciéndoles ver que con la venida del Señor Jesús se les ofrecía la conversión y el perdón de los pecados y que Dios daría el Espíritu Santo a todos los que le obedecen, los corazones de sus acusadores permanecieron cerrados. Lejos de convertirse al escuchar el mensaje de los apóstoles, “se enfurecieron y querían matarlos”.

¡Qué tragedia del ser humano y qué rechazo del amor de Dios vemos en las acciones del sumo sacerdote y los que le acompañaban! No obstante, lo que nos sostiene a pesar de todo es el inagotable amor de Dios, que no se rinde en su lucha por el hombre y seguirá buscándolo hasta el final de los tiempos.

________________________

Meditación sobre la lectura del día: https://es.elijamission.net/el-gran-milagro-de-la-conversion-3/

Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/el-pan-de-vida/

Descargar PDF

Supportscreen tag