EVANGELIO DE SAN JUAN (Jn 17,1-12): “Jesús intercede por sus discípulos”  

Así habló Jesús, y dijo mirando al cielo: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que, según el poder que le has dado sobre toda carne, conceda también vida eterna a todos los que le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese. He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra. Ahora ya saben que procede de ti todo lo que me has dado; porque las palabras que tú me diste se las he transmitido a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido en verdad que vengo de tu parte, y han creído que tú me has enviado. 

Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y mi gloria se ha manifestado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo; yo, en cambio, voy a ti. Padre santo, cuida en tu nombre a todos los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando yo estaba con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura.”

El poder que Jesús ejerce sobre los suyos consiste en darles la vida eterna. Este es el maravilloso regalo que reciben los que reconocen al único Dios verdadero y al que Él ha enviado, Jesucristo.

Esta sola frase del Señor bastaría para entender la importancia de su misión, ya que todo hombre está llamado a tener parte en este regalo de vivir unido a Dios por toda la eternidad. Con el fin de que todos los pueblos conozcan el designio de Dios de darles la vida eterna, Jesús enviará a los discípulos al mundo entero después de su resurrección.

Jesús asume esta hora para allanar a los hombres el camino para reconciliarse con Dios. Esta es la obra que su Padre celestial le ha encomendado realizar y con la que glorifica a Dios. Ahora se dirige a consumar esta obra. Jesús no vacila. Su mirada está fija en el Padre, a quien quiere glorificar y de cuya bondad, que brilla en todas sus palabras y obras, quiere convencer a la humanidad.

Los suyos lo comprenden. El Padre se los encomendó y Jesús los cuidó en su nombre. Esto no solo cuenta para sus discípulos de entonces, sino para todos aquellos que abrazan la fe a través de su testimonio a lo largo de los siglos. También se aplica a nosotros, que hemos hallado la fe gracias al mensaje de la Iglesia y hemos seguido al Señor. Nos sabemos guiados y amados por el Buen Pastor, en quien hemos reconocido al Padre celestial.

¿Puede haber algo más importante que hacer saber a los hombres que tienen un Padre lleno de amor en el cielo, que nos envió a su Hijo para que podamos estar para siempre con Él? Y esta vida eterna con Él es incomparablemente más bella y plena que nuestra existencia terrenal, que, aunque ya brilla en ella la verdadera luz gracias a la fe, sigue estando marcada por tanto sufrimiento. Mientras peregrinamos por este mundo, Dios, en su bondad, se apiada de nuestras debilidades y transgresiones cuando acudimos a Él y le pedimos perdón. Puesto que nos ama, nos lo concede de buen grado.

Como fieles, podemos poner nuestra confianza en una palabra y un gesto particular del Señor: Jesús oró por los suyos. Esta oración es más potente que todos nuestros esfuerzos sinceros por guardarle fidelidad. Jesús intercede por nosotros ante su Padre y le pide que nos proteja. Ahora que su partida es inminente, devuelve en manos del Padre a los discípulos que le había encomendado y a quienes cuidó en su nombre. Jesús introduce a los suyos en esta unidad con el Padre, y nadie podrá arrebatarlos de su mano si le permanecen fieles (Jn 10,29).

Debió de ser un profundo dolor para el Señor que el «hijo de la perdición» se perdiera y que uno que compartía su pan lo traicionara (Sal 41,10). Sin embargo, esta terrible posibilidad existe y debe ser un llamado de atención para los fieles, para que nunca se aparten de los caminos del Señor.

No obstante, la confianza en el Señor y en su amor es aún más importante para nuestro camino. Así como preparó a sus discípulos para afrontar todos los peligros que les sobrevendrían, así también lo hace con nosotros hoy. Podemos estar seguros de ello, porque la Palabra de Dios es infalible. Y sabemos que estamos en las manos de Dios, como recordaba Santa Juana de Arco a sus soldados en el preludio de la batalla.

Aún nos queda camino por recorrer en la tierra y solo podremos unirnos a Dios en la eternidad cuando hayamos completado nuestra carrera. Pero el Señor nos ha provisto de todo lo necesario para alcanzar nuestra meta y dar abundante fruto.

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