Evangelio de San Juan (Jn 14,24-31):  “La paz de Cristo”  

Hoy volvemos a las meditaciones del Evangelio de San Juan, cerrando el capítulo 14:

Jn 14,24-31

“El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: ‘Me voy y vuelvo a vosotros’. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros, porque viene el príncipe del mundo; contra mí no puede nada, pero el mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal y como me ordenó. ¡Levantaos, vámonos de aquí!”

La Palabra de Dios conlleva la decisión de si uno se abre a ella y, por tanto, opta por la verdad, o si, por el contrario, se cierra deliberadamente. Responder a la verdad significa decidirse por Jesús, amarle y seguir su Palabra. Quien rechaza la verdad se autoexcluye de la gracia que le ha sido preparada. Esto se debe a que la palabra que sale de la boca de Jesús procede del Padre mismo, dirigida en primer lugar a los judíos, quienes, como pueblo escogido, deberían ser los primeros en entender y asimilar para luego llevarla al mundo entero. Para ello, necesitan la asistencia del Espíritu Santo, el Maestro infalible que el Padre y el Hijo enviarán para que el Evangelio sea anunciado con autoridad y en verdad a la luz de Dios, y para que las personas lleguen a la fe. Nada de lo que dijo Jesús debe caer en el olvido. El Espíritu Santo no solo nos lo recordará, sino que impulsará a los misioneros para que vayan hasta los confines de la tierra y proclamen la salvación en Cristo. Él mismo será el alma de la Iglesia, que estará formada por judíos y gentiles bajo una misma cabeza, que es Cristo.

A continuación, Jesús habla de la paz que Él dará. Es distinta de la paz que ofrece el mundo. Se trata, ante todo, de la paz de Dios, es decir, aquella que resulta de vivir conforme a su voluntad. Sin esto no puede haber verdadera paz, ya que toda transgresión de la Ley de Dios, mientras no haya sido expiada y perdonada, representa una grave perturbación del santo orden que Él ha establecido para su creación.

Por tanto, Jesús es el verdadero Príncipe de la Paz (cf. Is 9, 6), pues por medio de su sangre el pecador es reconciliado con Dios (Col 1, 19-20), al aceptarlo como su Señor y seguir sus pasos.

Vemos, pues, cuál es la raíz de toda discordia y quién es el Único que puede sanarla de raíz, conduciendo de vuelta al Padre a los hombres que Él le ha dado (Jn 17,24), arrancando de ellos la amarga raíz y enviando en su lugar al Espíritu Santo. El Espíritu Santo hace calar el amor divino en lo más profundo de nuestro ser y reestablece nuestra relación con Dios. Acompaña, guía y sostiene al hombre en su camino hacia la eternidad. Jesús dejó este gran consuelo a sus discípulos para que su corazón no se turbara ni se acobardara. Esta promesa sigue vigente hasta el día de hoy.

A continuación, Jesús habla de su retorno al Padre. Pronto habrá cumplido su misión en el mundo e invita a sus discípulos a alegrarse con Él, porque nada podría ser más bello para Él que volver al Padre y llevarle las almas de todos aquellos que Dios le ha confiado. Todos los que escucharán su palabra y creerán en Él hasta el fin de los tiempos son el premio de la victoria que Jesús obtuvo en la cruz.

Pero, antes de que esto suceda, el príncipe de este mundo querrá consumar su obra de hostilidad y destrucción. En su ceguera, ignora que Dios se valdrá de todo lo que él haga para que el sacrificio único de Cristo en el Calvario se convierta en fuente de vida para todos los hombres. El diablo no sabe que, al engañar a otros, cae en su propio engaño. No sabe que sus aparentes victorias siempre llevan dentro la semilla de la derrota, porque las obtiene en rebelión contra Dios y están corroídas por la envidia y el odio. Tampoco sabe que no será él quien tenga el mando en los acontecimientos del Calvario, sino que Jesús asumirá voluntariamente la muerte por la salvación de la humanidad. El príncipe de este mundo no tiene poder sobre él.

Él ignora todo esto, de modo que, sin saberlo, sirve al plan de salvación de Dios, en el que se contrarresta el abismo de la maldad con el acto de amor más supremo. La muerte cruel en la cruz se convertirá en el signo brillante del amor de Dios y en el testimonio insuperable de la bondad de Aquel que vino a redimir a la humanidad. El mundo ha de reconocer que Jesús sufre esta muerte por amor a su Padre celestial y para cumplir su misión. Así quedará erigido para siempre este signo, para que, cuando sea elevado sobre la tierra, el Señor pueda atraer a todos hacia sí (Jn 12,32).

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