Evangelio de San Juan (Jn 10,10-21): “Un solo rebaño y un solo Pastor”  

“Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas. El asalariado, el que no es pastor y al que no le pertenecen las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa, porque es asalariado y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen. Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre”. Se produjo de nuevo una disensión entre los judíos a causa de estas palabras. Muchos de ellos decían: “Está endemoniado y loco, ¿por qué le escucháis?” Otros decían: “Cosas así no las dice uno que está endemoniado. ¿Es que puede un demonio abrir los ojos de los ciegos?”

El Buen Pastor da su vida por las ovejas. Esta es la diferencia crucial con el asalariado. A este último no le importan las ovejas. Si interpretamos esta parábola de Jesús considerando a las personas como las ovejas, podríamos decir que el asalariado no tiene una relación de amor con las personas que le comprometería a hacerse cargo de ellas. Cuando ve venir al lobo, teme por su vida y abandona las ovejas a su suerte. En el peor de los casos, incluso se alía con los lobos y adopta sus rasgos.

El vínculo que une al Señor con sus ovejas es tan profundo que Él nunca podría abandonarlas. Su Padre se las ha entregado como un precioso tesoro y no quiere que ninguna se pierda. ¿Cómo podría quererlo? Las promesas de Dios son inquebrantables y están marcadas por su sello. A pesar de la infidelidad de su pueblo, nuestro Padre Celestial jamás rompió su alianza con nosotros. Su Hijo incluso la selló con su propia sangre.

Jesús entabla una íntima relación con los suyos. A partir de ahí, se da ese conocimiento mutuo entre las ovejas y el Pastor, y también entre todas las que le siguen. Se trata de un reconocimiento mutuo: nosotros nos sabemos reconocidos por el Señor y, al mismo tiempo, le conocemos cada vez más profundamente. Esto significa que llegamos a conocer su corazón, que no solo asimilamos sus deseos para nuestro propio camino de seguimiento y para toda la humanidad, sino que éstos se convierten en nuestros propios deseos.

En el amor verdadero que Jesús nos da y que hace que nuestra respuesta a Él también sea un amor verdadero, se produce esa unión con Él que será indestructible, siempre y cuando le permanezcamos fieles.

Seguramente, no todos sus oyentes, tanto de entonces como de ahora, pueden comprender de inmediato sus palabras. Incluso sus discípulos solían precisar una explicación más detallada del Señor sobre lo que había hablado en público. Pero tampoco es necesario entenderlo todo. Lo esencial es que las personas confíen en el Señor y se dejen tocar por la verdad de sus palabras y obras, así como por la divinidad de su Persona. Si esto sucede, recibirán el Espíritu del Señor, que seguirá instruyéndolas y haciéndoles comprender cada vez más lo que el Señor quiere decirles.

Entonces Jesús pronuncia estas palabras que marcarán el futuro: “Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor.”

Jesús vino para unir a toda la humanidad en sí mismo. La Iglesia, fiel Esposa de Cristo, recibió de Él este encargo. Como discípulos suyos, sabemos lo que esto significa. A través del anuncio del Evangelio y la edificación de su Iglesia, el Señor quiere reunir en un solo cuerpo a judíos y gentiles, siendo Él mismo su cabeza. Todos los hombres han de experimentar la salvación. Jesús nunca renunció a este imperativo, ni puede la Iglesia desprenderse de este encargo o relativizarlo adaptándolo al espíritu del tiempo. Así como la fidelidad de Dios es inquebrantable, también lo es la misión que Él encomienda.

Una vez más, Jesús pronuncia una frase que debemos aprender a comprender en profundidad: Él da su vida por las ovejas. Ése es el mandato que ha recibido de su Padre. Pero la da libremente. Jesús no está a merced de las circunstancias que le sobrevienen. Él mismo determina la hora de su muerte. Él da su vida y, en virtud de su divinidad, puede tomarla de nuevo. Así sucederá más tarde, cuando resucite de entre los muertos.

Cuando Jesús dijo todo esto delante de los judíos, aquellos que no querían entenderlo lo interpretaron como una locura provocada por la posesión del demonio y advirtieron a los demás que no le escucharan.

Sin embargo, Jesús anuncia la sabiduría de Dios y todo lo que el Padre Celestial había dispuesto para sus amados hijos. No todos se dejaron llevar por las sospechas contra Jesús, sino que confesaron: “Cosas así no las dice uno que está endemoniado. ¿Es que puede un demonio abrir los ojos de los ciegos?”

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