Evangelio de San Juan (Jn 8,37-47): «El padre de la mentira”  

Jesús dijo a los judíos: “Yo sé que sois linaje de Abrahán y, sin embargo, intentáis matarme porque mi palabra no tiene cabida en vosotros. Yo hablo lo que vi en mi Padre, y vosotros hacéis lo que oísteis a vuestro padre”. Le respondieron: “Nuestro padre es Abrahán”. “Si fueseis hijos de Abrahán -les dijo Jesús- haríais las obras de Abrahán. Pero ahora queréis matarme, a mí, que os he dicho la verdad que oí de Dios; Abrahán no hizo esto. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre”. Le respondieron: “Nosotros no hemos nacido de fornicación, tenemos un solo padre, que es Dios”. “Si Dios fuese vuestro padre, me amaríais -les dijo Jesús-; pues yo he salido de Dios y he venido aquí. Yo no he salido de mí mismo sino que Él me ha enviado. ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis oír mi palabra. Vosotros tenéis por padre al diablo y queréis cumplir las apetencias de vuestro padre; él era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. 

Cuando habla la mentira, de lo suyo habla, porque es mentiroso y el padre de toda mentira. Sin embargo, a mí, que digo la verdad, no me creéis. ¿Quién de vosotros podrá acusarme de que he pecado? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios escucha las palabras de Dios; por eso vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios.”

En su confrontación con los judíos que se oponen a Él, Jesús no deja lugar a dudas sobre el origen de esta hostilidad o, mejor dicho, de esta obstinación. Su palabra, pronunciada en sintonía y por encargo del Padre, no encuentra cabida en ellos. Y es que tienen otro padre, aunque se refieran a Abrahán como su padre. La discrepancia entre ellos y Jesús es evidente, y el Señor la señala: “Yo hablo lo que vi en mi Padre, y vosotros hacéis lo que oísteis a vuestro padre.”

El padre de los que quieren eliminar a Jesús es el diablo. Es él quien les incita a matarlo y ellos le hacen caso. Todas sus justificaciones son inútiles, porque sus malas intenciones, que posteriormente se consumarán en la crucifixión, dan testimonio de quién les lleva a cometer tales crímenes contra el Hijo de Dios. Su maldad ya no puede disimularse en presencia de Jesús. Quien se encuentra con la verdad, o bien se abre a ella –respondiendo así al Padre Celestial que lo atrae y dejando que Dios actúe en él–, o bien se cierra y, en el peor de los casos, se convierte en enemigo de la verdad.

Aunque, lógicamente, también hay que tener muy en cuenta la parte humana en un endurecimiento como este, en el caso de los fariseos podemos creer inmediatamente la interpretación de Jesús. Sus intenciones homicidas están inspiradas por aquel que es el mentiroso y el homicida desde el principio.

Jesús se refiere aquí al ángel caído y a sus secuaces que, movidos por su odio y ceguera, quieren destruir las obras de Dios y usurpar el lugar del Todopoderoso. Jamás desistieron de esta pretensión y, hasta el día de hoy, los poderes de las tinieblas siguen actuando, persiguiendo al hombre con su envidia y tentándolo a rebelarse contra Dios. Les gusta aprovechar las malas inclinaciones de los hombres, intensificándolas más aún y utilizándolas para sus propios fines. Esto puede verse claramente en el pasaje del Evangelio según San Juan que escuchamos hoy.

¿Por qué los judíos estaban obsesionados con matar a Jesús? El Señor mismo responde a esta pregunta: “Pero ahora queréis matarme, a mí, que os he dicho la verdad que oí de Dios.”

¡He aquí el meollo de su hostilidad! Es la enemistad contra la verdad y, por tanto, contra Dios. En su forma más extrema, se manifiesta en el ángel caído, que, a pesar de conocer a Dios, se rebeló contra el Padre Celestial. En él se hace patente el odio, la mentira y el asesinato en su máxima expresión. Si el hombre se abre a su influjo, entonces se refuerzan todas sus malas inclinaciones y, en el peor de los casos, se arraigan en él hasta el punto de convertirlo en un juguete de las fuerzas del mal, sin poder (tal vez incluso sin querer) resistirles.

Entonces se produce una nefasta unificación con el mal, una especie de relación padre-hijo con el diablo, que es una parodia perversa de la relación entre el hombre y Dios.

Jesús lo saca a la luz de una manera muy sencilla: si aquellos judíos fueran realmente hijos de Abrahán, entonces escucharían su voz, ya que Abrahán se caracterizó especialmente por su obediencia a Dios. Como la venida de Jesús revela al mismo Dios al que Abrahán fue obediente, los hijos de Abrahán le amarían y no querrían matarle.

Una vez más, Jesús lo deja claro: “¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis oír mi palabra. Vosotros tenéis por padre al diablo y queréis cumplir las apetencias de vuestro padre.”

Esta es la trágica situación en el encuentro entre Jesús y los judíos hostiles. El diablo ha ganado terreno en sus vidas, y cuando llega Aquél que podría liberarlos de sus garras, éste incluso les instiga a eliminarlo para que no salga a la luz la verdad: la verdad de que Jesús es el Mesías del pueblo judío y de toda la humanidad.

A día de hoy, siguen siendo muchos los judíos que aún no lo reconocen y el demonio sigue intentando impedir que les sea removido el velo de los ojos, porque, como dice san Pablo: “Si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?” (Rom 11,15).

Esto es lo que el diablo quiere impedir hasta el día de hoy. ¡Vade retro, Satana!

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