De nuevo les dijo Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. Le dijeron entonces los fariseos: “Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero”. Jesús les respondió: “Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero porque sé de dónde vengo y adónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy. Vosotros juzgáis según la carne, yo no juzgo a nadie; y si yo juzgo, mi juicio es verdadero porque no soy yo solo, sino yo y el Padre que me ha enviado. En vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es verdadero. Yo soy el que da testimonio de sí mismo, y el Padre, que me ha enviado, también da testimonio de mí”.
Entonces le decían: “¿Dónde está tu Padre?” “Ni me conocéis a mí ni a mi Padre -respondió Jesús-; si me conocierais a mí conoceríais también a mi Padre”. Estas palabras las dijo Jesús en el gazofilacio, enseñando en el Templo; y nadie le prendió porque aún no había llegado su hora.
Los fariseos se escandalizan una y otra vez por la autoridad que emana de las palabras de Jesús, que debía revelarles quién era Él y abrirles así el camino de la verdad para que lo reconocieran como el Mesías. Si lo reconocían como el Mesías, se les habría abierto la puerta para conocer más a fondo a Dios, el Padre Celestial, quien lo envió al mundo. Si se emprende este camino, el Espíritu Santo puede revelarnos cada vez más la verdad y el conocimiento de Dios se vuelve más preciso y amplio, al tiempo que crece el amor por Él.
También hoy en día hay personas que se escandalizan porque se afirme que Jesús es el único camino al Padre, y a menudo no se aceptan o se reinterpretan estas palabras suyas. Esta relativización se ha extendido incluso dentro de la Iglesia y, por desgracia, aquellos que deberían conocer y anunciar la verdad corren el peligro de empañarla con conceptos humanos y adaptándola al espíritu del tiempo. Con esa actitud, tal vez se pierde de vista que, en realidad, actuamos por encargo de Jesús y que estamos llamados a servir a la verdad que Él vino a anunciarnos, y no a anunciar nuestra propia verdad. Por tanto, si estamos llamados a ser testigos fidedignos de la verdad, no podemos disponer de ella, relativizarla o modificarla a nuestro antojo.
En todo caso, Jesús no se retracta de sus palabras ante la resistencia que encuentra, sino que intenta explicárselas a sus oyentes. Su afirmación de tan gran alcance sigue en pie: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
¿Cómo podría el Señor retractarse de tal afirmación y privar así a los hombres de la esperanza de encontrarse frente a Aquel que realmente puede sacarlos de las tinieblas y conducirlos al Reino de Dios? ¿Cómo se podría obstruir la búsqueda de aquellos que, movidos por el Espíritu de Dios, se han puesto en camino para hallar a Aquel a quien, aun sin saberlo, han buscado desde siempre? ¿Cómo se podría privar al mundo, sumido con tanta frecuencia en la ignorancia sobre los verdaderos valores, de la luz y dejarlo simplemente a merced de las tinieblas? ¿Cómo se podría privar del conocimiento de Jesús como el Mesías a los judíos, que siendo el pueblo escogido y amado de Dios, esperan desde antaño a Aquel que ya ha venido al mundo?
Jesús deja en claro que Él es la luz del mundo y el enviado del Padre. También responde a la objeción de que, puesto que da testimonio de sí mismo, su testimonio no puede ser verdadero, señalando que es el Padre celestial quien da testimonio de Él a través de sus palabras y obras, y que de Él procede. Por tanto, el testimonio que da de sí mismo es veraz.
Sin embargo, los fariseos se niegan a reconocer la verdad sobre Jesús a través de sus palabras y obras, y se cierran así a la luz. Jesús señala un obstáculo importante que les impide reconocerlo, un obstáculo que sigue existiendo hoy en día:“Vosotros juzgáis según la carne.”
Esta es una clave esencial: para reconocer al Señor como el Mesías, el Hijo del Padre, necesitamos al Espíritu Santo. El entendimiento meramente natural no es suficiente para reconocer a Jesús por lo que es. Si intentamos captar al Señor con nuestras categorías humanas, como mucho llegaremos hasta la puerta a la que hay que tocar para, a partir de ahí, obtener un conocimiento más profundo. Incluso para decir “Jesús es Señor”, en el sentido de reconocerlo como nuestro Señor, necesitamos la luz del Espíritu Santo (1Cor 12,3).
Por tanto, si hoy en día escucháramos en la Iglesia voces que ya no anunciaran a Jesús conforme al testimonio que Él dio de sí mismo y sus discípulos a lo largo de los siglos, esto sería un signo de que la luz del Espíritu Santo se está perdiendo progresivamente y, en consecuencia, se está oscureciendo el conocimiento de Dios.
En su encuentro con Jesús, a los fariseos se les ofrece la oportunidad de reconocer al Hijo y, a través suyo, al Padre como Él es en verdad. Pero su juicio humano se interpone. Simplemente tendrían que escucharle, asimilar sus palabras, reconocer sus obras y sacar las conclusiones correctas; entonces la luz podría penetrar en ellos, se convertirían en discípulos suyos y no cerrarían su corazón hasta el punto de querer matarlo. Hoy en día, también se les ofrece a las personas esta oportunidad. Pueden preguntarle a Jesús quién es, ¡y Él responderá!