Jn 2,23-25; 3,1-8
Mientras estuvo en Jerusalén, por la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en su nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos; y no necesitaba que alguien le dijera cómo son las personas, pues él conocía lo que hay en el ser humano. Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue éste donde Jesús de noche y le dijo: “Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar los signos que tú realizas, si Dios no está con él.” Jesús le respondió: “En verdad, en verdad te digo que el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios.” Nicodemo le preguntó: ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?” Respondió Jesús: “En verdad, en verdad te digo que el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios.
Lo nacido de la carne es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu. No te asombres de que te haya dicho que tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.”
Por los signos que realizaba, Jesús empezó a convencer a más y más personas. Veían que Dios obraba a través de Él y su fama se extendía. Pero el Señor conocía a los hombres: sabía con qué facilidad sus convicciones se tambalean y cuán rápidamente se dejan influenciar, como se vio más adelante cuando el Señor fue condenado y crucificado. Jesús no quería que su testimonio fuese acreditado por los hombres; sino por su Padre Celestial, quien autentificaba todo lo que el Señor decía y hacía.
Uno de los fariseos y magistrados, llamado Nicodemo, fue a buscar a Jesús de noche. Había comprendido que los signos que Él realizaba sólo podían venir de Dios. Así que se le acercó confiadamente y Jesús le dirigió palabras sorprendentes, que Nicodemo no pudo entender en ese momento. Le dijo que, para entrar al Reino de Dios, el hombre tiene que nacer de nuevo o, para ser más precisos, nacer de lo alto, es decir, de Dios.
Como creyentes, sabemos ahora lo que significaban estas palabras del Señor. Conocemos el santo bautismo como acto visible del nuevo nacimiento en el nombre del Dios Trino. De esta manera, la semilla de la nueva vida que viene de Dios se implanta en nosotros, después de habernos sido perdonados los pecados: “el pecado original y todos los pecados personales así como todas las penas del pecado (cf DS 1316). En efecto, en los que han sido regenerados no permanece nada que les impida entrar en el Reino de Dios, ni el pecado de Adán, ni el pecado personal, ni las consecuencias del pecado, la más grave de las cuales es la separación de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1263).
Nicodemo buscó una explicación para las insólitas palabras del Maestro, preguntándole cómo podría alguien volver a entrar en el vientre de su madre y nacer.
Pero el Señor le dejó en claro una vez más que el hombre no puede entrar en el Reino de Dios por vía natural, porque “lo nacido de la carne es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu”.
Evidentemente todo esto seguía siendo un misterio para Nicodemo. Pero ¿será que hoy en día realmente entendemos mejor lo que significa nacer del Espíritu? Sin duda, conocemos el bautismo, pero ¿estamos familiarizados también con la vida del Espíritu? ¿Cuál es la diferencia entre una vida del Espíritu y una vida según la carne?
San Pablo establece claramente esta diferencia al señalar las obras de la carne y, por otra parte, los frutos del Espíritu:
“Las obras de la carne son bien conocidas: la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las riñas, las discusiones, las divisiones, las envidias, las borracheras, las comilonas y cosas semejantes. Sobre ellas os prevengo, como ya os he dicho, que los que hacen esas cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia. Contra estos frutos no hay ley. Los que son de Jesucristo han crucificado su carne con sus pasiones y concupiscencias. Si vivimos por el Espíritu, caminemos también según el Espíritu” (Gal 5,19-25).
La vida del Espíritu lucha, con la gracia de Dios, contra las inclinaciones del “hombre carnal”, a veces en batallas de larga duración. Las inclinaciones del “hombre viejo” (cf. Ef 4,22) siguen estando presentes después de haber sido bautizados. Pero con todas las gracias que se nos conceden en el bautismo –el nacimiento del agua y del Espíritu–, podemos liberarnos de la esclavitud de nuestras inclinaciones desordenadas, y los frutos del Espíritu pueden crecer en nosotros.
“La Santísima Trinidad da al bautizado la gracia santificante, la gracia de la justificación que:
— le hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo (…);
— le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo mediante los dones del Espíritu Santo;
— le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales.” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1266).
Por desgracia, probablemente son más bien pocas las personas que viven conscientemente según el Espíritu y en las que puede desplegarse la gracia bautismal. A veces pueden incluso resultar incomprensibles para los demás, porque sus motivaciones no se derivan en primera instancia de los deseos y apetencias de la naturaleza humana, sino del Espíritu de Dios. Entonces puede aplicarse lo que dice el Señor al final del pasaje de hoy: “El viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.”
Mañana seguiremos escuchando lo que Jesús dice a Nicodemo.