En el calendario tradicional, se celebra hoy la memoria de San Pablo, el ermitaño. Escucharemos, pues, la lectura propia para esta ocasión. Si alguien prefiere una meditación que corresponda al calendario actual, puede encontrarla en este enlace: http://es.elijamission.net/el-ayuno/
Fil 3,7-12
Lo que antes consideré ganancia, lo tengo ahora por pérdida a causa de Cristo. Es más, considero que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en él, no por mi justicia, la que procede de la Ley, sino por la que viene de la fe en Cristo, justicia que procede de Dios, por la fe. Y, de este modo, lograr conocerle a él y la fuerza de su resurrección, y participar así de sus padecimientos, asemejándome a él en su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de entre los muertos. No es que ya lo haya conseguido, o que ya sea perfecto, sino que continúo esforzándome por ver si lo alcanzo, puesto que yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús.
¡Dichoso el hombre que pueda aplicar a su vida estas palabras del Apóstol San Pablo!
Ciertamente esto puede decirse de su homónimo San Pablo, el ermitaño, que, teniendo apenas 16 años de edad, se retiró al desierto de Tebaida en Egipto durante la persecución de Decio en el siglo IV. Puesto que fue el primer ermitaño, gozaba de gran respeto y estima. Murió a una edad muy avanzada: 113 años. San Antonio Abad, que fue también un padre del desierto, vio en una visión cómo el alma de San Pablo era llevada al cielo por los ángeles, rodeada por la multitud de los apóstoles y profetas. Él mismo le dio sepultura con sus propias manos.
¿Qué es lo que nos enseñan tales ermitaños? Son ejemplos luminosos que nos recuerdan lo más importante en la vida; a saber, la íntima comunión con Cristo, sin anteponerle nada. Nos enseñan a “considerarlo todo por pérdida” en comparación con la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, como dice el Apóstol. Para ello se necesita una fe profunda, así como también una experiencia interior de esta realidad, como ciertamente la tuvieron los ermitaños. Puesto que sus vidas estaban totalmente enfocadas en Cristo, sometían todas las cosas a su dominio. Esto implicaba también poner orden a sus pensamientos, dando cabida solamente a aquellos que les llevaban a Dios y eran compatibles con Él. Era el amor el que los impulsaba, porque, en medio de su soledad, reconocían todo lo que podía distraerlos de su íntima relación con Dios. Por tanto, nunca hubieran permitido que sus pensamientos simplemente “divaguen” por ahí y se entretengan en cosas inútiles que debilitarían sus almas.
Hay libros muy buenos sobre la vida de los padres del desierto, sobre las luchas que tenían que librar y sobre cómo su corazón se purificaba cada vez más en este camino interior de seguimiento de Cristo. La “ascesis de los pensamientos” hace parte de este proceso, como ya mencioné hace un momento. Un punto importante aquí es que uno no se deje llevar por cualquier fantasía y viva así en un mundo ilusorio creado por uno mismo; es decir, en sueños. Esto es lo que los padres del desierto llaman “quimeras”, contra las que hay que luchar decididamente. A quien le interese profundizar en la “ascesis de los pensamientos”, le recomiendo escuchar una conferencia que di sobre este tema:
Una verdadera vida de ermitaño es como un despertar a la amorosa realidad de Dios que nos envuelve a todos. Aquí todas las circunstancias de la vida están orientadas a hacer realidad lo que San Pablo describió tan acertadamente: “Olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante” (Fil 3,13b).
La vida de los ermitaños da mucho fruto para la humanidad entera. Con cada lucha contra todo tipo de tentaciones en la que salen victoriosos por la fuerza de Dios, debilitan el poder del mal. Al crecer constantemente en el amor, hacen que la luz del Señor brille con más intensidad en la oscuridad de este mundo. Ciertamente los ermitaños comprenden su vida en este sentido como un acto de amor incondicional a Dios y de profundo amor al prójimo.
Aunque nosotros sigamos al Señor en otras circunstancias de vida, ¿qué podemos aprender de los ermitaños?
Con la misma incondicionalidad, hemos de darle al Señor el primer lugar en todo. Sólo a partir de este principio surge el orden espiritual que da forma a nuestra vida partiendo de lo esencial. No debe darse el caso de que vivamos absortos en las cosas de este mundo y, como añadidura, pensemos también un poco en Dios; sino que toda nuestra vida debe ser modelada e impregnada por el Señor.
Además, la lectura de hoy y el ejemplo de los ermitaños nos hacen ver que no debemos dejarnos distraer por las cosas de este mundo a tal punto que perdamos de vista al Señor. Hace parte de la prudencia cristiana el limitar el uso de los medios modernos de comunicación de tal forma que nos sirvan para bien y no se conviertan en fuente de tentación y distracción. Si vivimos demasiado en el “mundo mediático”, nos sumergiremos cada vez más en un mundo irreal y virtual, que no corresponde a la vida natural real, ni mucho menos a la vida espiritual.
Otra cosa que debemos aprender de los ermitaños en el desierto es cómo orar de forma fructífera. Esto no sólo es sumamente importante para nuestra vida espiritual personal, sino que además es el aporte que como cristianos estamos llamados a dar en esta difícil situación en la que se encuentra el mundo y, lamentablemente, también la Iglesia.
Hablaré más detalladamente sobre esto en la meditación del 17 de enero, día en que se celebra la memoria de San Antonio Abad tanto en el calendario tradicional como en el actual.