Escuchar y poner en práctica

Lc 11,27-28

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la multitud, una mujer de en medio de la multitud, alzando la voz, le dijo: “Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron.” Pero él replicó: “Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan.”

Siguiendo el calendario tradicional, celebramos hace pocos días (el 11 de octubre) la Fiesta de la Maternidad de María. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tenido en alto esta vocación especial de la Madre de Dios y, con justa razón, le ha dedicado una Fiesta especial a su Maternidad divina.

En efecto, celebrar la Maternidad divina de María no contradice las palabras de Jesús en el evangelio de hoy. Éstas deben entenderse en el sentido de que los lazos de la sangre tienen menor importancia a los del espíritu, como el Señor da a entender en este otro pasaje del evangelio: “Estaba sentada una muchedumbre alrededor de Jesús, y le dicen: ‘Mira, tu madre, tus hermanos y tus hermanas te buscan fuera’. Y, en respuesta, les dice: ‘¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?’ Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice: ‘Éstos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre’.” (Mc 3,32-35).

Con estas palabras, el Señor nos muestra la gran comunidad de fieles que se establece en Él y subraya su vínculo íntimo comparándolo con las relaciones familiares más cercanas. En este mismo sentido deben entenderse las palabras del evangelio de hoy: “Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan.” Nuevamente el Señor tiene en vista la familia espiritual de los hijos de Dios.

Es necesario recalcar una y otra vez la conexión que debe haber entre “escuchar” y “guardar” la Palabra de Dios, tal como nos da a entender el Apóstol Santiago en su carta:

“Porque quien se contenta con oír la palabra, sin ponerla en práctica, es como un hombre que contempla la figura de su rostro en un espejo: se mira, se va e inmediatamente se olvida de cómo era. En cambio, quien considera atentamente la ley perfecta de la libertad y persevera en ella -no como quien la oye y luego se olvida, sino como quien la pone por obra- ése será bienaventurado al llevarla a la práctica” (St 1,23-25).

La voluntad de nuestro Señor no sólo debe ser escuchada; sino que es una invitación de amor ponerla en práctica. Si no la ponemos por obra, queda sin cumplir y no puede desplegarse a plenitud la bendición pretendida por Dios.

Esto también puede suceder cuando uno tarda demasiado en cumplir la Voluntad de Dios a pesar de ya haberla reconocido. Es como si algo quedase pendiente, en el limbo, por así decir. Este estado indeciso consume nuestra concentración y nuestra fuerza, en lugar de que la gracia pueda desplegarse e incluso aumentar a través del cumplimiento de lo que el Señor nos pide.

Ciertamente no siempre conviene dar rienda suelta a nuestro primer impulso sobre lo que creemos que debemos hacer (a menos que sea una situación de emergencia), sino que debemos examinarlo en la oración e incluso buscar consejo de una persona sabia. Pero esta prudencia al actuar no debe degenerar en un estado de constante indecisión. Si esto fuera el caso, la palabra escuchada y lo que Dios nos pide pueden convertírsenos en una carga que nos abrume cada vez más. Cuanto más tiempo dejamos pasar, tanto más difícil nos resulta cumplir la tarea encomendada. Incluso se corre el riesgo de perder el momento oportuno de actuar.

Al escuchar atentamente la Palabra de Dios –que es lo primero que nos corresponde hacer, aún antes de actuar– podemos asimilar el encargo que el Señor nos dirige. El próximo paso sería hablar con Él en la oración sobre lo que creemos que nos está pidiendo, teniendo presentes las circunstancias en las que vivimos, para que nuestro actuar derivado del escuchar sea lo más fructífero posible. Lo esencial es implorar la ayuda del Espíritu Santo a través de la oración para poder llevar a cabo hasta el último final la buena obra, sea la que fuere.

De los santos ángeles se dice que cumplen la Voluntad de Dios de buena gana, entera e inmediatamente. No hay ningún obstáculo para ponerse inmediatamente en camino, en cuanto identifican aun el más mínimo deseo de su Señor. Por diversas razones, a nosotros, los hombres, nos resulta más difícil. Pero los dones del Espíritu Santo vienen en nuestra ayuda. El espíritu de piedad, por ejemplo, que nos mueve a querer hacer aquello que agrade a Dios y a servirle con fervor, es capaz de encender en nosotros aquel amor que nos permite superar más fácilmente nuestra pereza y nuestras vacilaciones a la hora de escuchar y cumplir la Palabra de Dios.

He aquí la clave para volvernos capaces de poner en práctica a largo plazo la exhortación del Apóstol Santiago. Debemos pedirle al Señor que aumente en nosotros el amor y decidirnos por él para que crezca. Con cada pequeño paso de amor lo alimentamos y contribuimos a su crecimiento. Entonces, será este amor el que nos impulse a escuchar la Palabra de Dios y nos fortalezca para ponerla en práctica.

En este camino, no podremos encontrar un mejor ayudante que el Espíritu Santo. Él no sólo nos permite reconocer la Voluntad de Dios, sino que siempre nos mueve y nos apoya para cumplirla.

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