Quien emprenda seriamente una vida de oración –es decir, que no sólo ore ocasionalmente o cuando esté pasando una gran angustia– se dará cuenta de que no siempre es un camino fácil; sino que hay padecimientos que pueden hacer que la oración incluso se nos vuelva fatigosa. Por tanto, tendremos que luchar contra la pereza de nuestra naturaleza humana, atravesar procesos de purificación y, por supuesto, confrontarnos con diversas tentaciones, que quieren desanimarnos.
Incluso puede llegar hasta el punto de que nos quieran hacer dudar del sentido de la oración, porque parecería que Dios no la escucha y a nosotros mismos tampoco nos trae ninguna satisfacción. Así, el alma está en peligro de tirar la toalla y abandonar ese “fatigoso” trato con Dios.
En primer lugar, hay que decir que la persona debe habituarse a la oración. Puede haber etapas en las que nos resulta fácil orar y nos complacemos en ese “llegar a casa” que experimentamos; etapas en las que se nos conceden sentimientos religiosos que nos llenan de dicha. Pero, a largo plazo, se requiere disciplina y resistencia para llevar una vida de oración regular. Ciertamente hay excepciones a lo dicho y podrá haber personas a las que en general les resulta fácil orar. Pero, por lo general, suele suceder como acabamos de decir.
El abad de un monasterio trapense me dijo una vez: “¡Es más fácil convocar a los monjes para el trabajo que para la oración!”
¿Y por qué será esto así? Es porque el trabajo, siempre y cuando no seamos de temperamento perezoso, corresponde más a nuestra naturaleza humana en su dimensión sensitiva. Uno puede ver más fácilmente los frutos y constatar que ha hecho algo productivo. La oración, en cambio, y particularmente la oración en silencio, muchas veces no puede mostrar un resultado visible. Lo hacemos en la fe y en la esperanza de ser fecundos, y por amor al Señor.
Además, la oración se relaciona más con nuestra naturaleza espiritual, y ésta requiere una formación especial, porque tiende a divagar y, como veíamos en la meditación de ayer, se deja distraer por las realidades exteriores. Todo lo que toca nuestros sentidos nos cautiva fácilmente, y así perdemos de vista lo esencial, que es simplemente estar junto al Señor.
Los “padecimientos en la oración” pueden ser diversos y conviene analizarlos con atención para aplicar los remedios apropiados para cada caso.
En las pautas que siguen a continuación, parto del caso de una persona que no ha descuidado voluntariamente la oración para entregarse de forma desordenada a los placeres mundanos. En tal situación, es evidente que los “padecimientos” en su oración no serían más que la consecuencia de su propia negligencia.
- Distracciones involuntarias
Son aflicciones que nos acompañan como consecuencia de la dispersión de nuestra naturaleza caída. No solemos ser culpables de tenerlos y tampoco pueden disminuir la fecundidad de la oración. Por supuesto que debemos estar atentos a no ceder a todas las ofertas que se le presentan a nuestra fantasía y memoria. Una y otra vez, con perseverancia, hemos de volver a enfocarnos en el verdadero objeto de nuestra oración. Si soportamos con paciencia las distracciones, el fruto será que el alma se vuelva más recogida y silenciosa. Entreguemos todas nuestras dispersiones en manos de Dios. ¡Cuánto nos gustaría orar recogidamente! ¡Sufrimos por no poder darle toda nuestra atención al Señor, siendo así que Él, más que nadie, la merece! Pero simplemente sonriamos ante nuestra miseria y aceptémosla de manos de Dios. A Él se la entregamos, mientras que nosotros damos nuestro “sí” a nuestra limitación y pequeñez. Dios sabrá llegar a nosotros y bendecirnos, a pesar de nuestro deplorable estado. Digámosle sencillamente que lo amamos y que a Él le pertenece nuestro corazón…
- Sequedad en los sentimientos
Puede suceder que se nos retire ese gozo interior y el deleite que acostumbrábamos sentir en la oración, y, en lugar de ello, aparece una atormentadora sequedad. Quizá Dios nos había conquistado y atraído al inicio con la dulzura que solíamos experimentar. Pero ahora ya no lo sentimos, y entonces el alma se cuestiona qué es lo que le pasa. Algunos, sobre todo cuando están apenas al inicio del camino, podrían pensar que han hecho algo mal, que Dios ya no los ama, etc… Ha acabado el estado del primer enamoramiento, pero no se ha llegado aún a la solidez de un amor definitivo. Por más hermoso y embriagante que sea el enamoramiento, uno sigue estando atado a los propios sentimientos. Es por eso que ahora Dios guía al alma de otra forma, para que vaya madurando en ella un fuerte y sólido amor. Aquí es donde hay que mostrar la nobleza del alma, buscando a Dios por causa suya y no por los sentimientos que nos conceda. En este punto, hay que cuidarse de la tentación de reemplazar la oración por algo que sea más productivo, razonable y práctico. ¡Aquí es donde se requiere fidelidad! En la medida en que perseveremos en la oración y no la reduzcamos; sino que incluso la aumentemos, crecerán “a oscuras” en nuestra alma las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. ¡Aquí es donde se despliega el verdadero amor y empezamos a madurar en nuestro camino!