Is 35,1-10
Que se alegren desierto y sequedal, que se regocije y florezca la estepa; que estalle en flores y se regocije, que lance gritos de júbilo. Le va a ser dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón. Podrá verse la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios. Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón inquieto: “¡Sed fuertes, no temáis! Mirad que llega vuestro Dios vengador, Dios que os trae la recompensa; él vendrá y os salvará. Entonces se abrirán los ojos del ciego, las orejas de los sordos se destaparán. Entonces saltará el cojo como ciervo, la lengua del mudo gritará de júbilo. Pues manarán aguas en el desierto y correrán torrentes por la estepa. El páramo se convertirá en estanque, el suelo árido en manantial. En la guarida de los chacales verdeará la caña y el papiro. Habrá allí una senda recta, que la llamarán “Vía Sacra”; no pasará el impuro por ella, ni los necios por ella vagarán, no habrá leones en ella, ni por ella subirá bestia salvaje; los rescatados la recorrerán. Los redimidos del Señor volverán, entrarán en Sión entre aclamaciones: precedidos por alegría eterna, seguidos de regocijo y alegría. Quedan atrás la pena y la aflicción.
Una vez más, el Señor nos dirige maravillosas palabras de consuelo. ¡Él nunca abandona a Su Pueblo! Es como si hoy el Señor nos dijera a gritos: “¡Escuchad con atención y permitid que estas palabras penetren profundamente en vosotros! Debéis levantar la cabeza, porque se acerca la salvación.” Dios habla a Su Pueblo y quiere volverlo a levantar. Uno quisiera exclamarle al Pueblo de Israel y a todas las naciones de la Tierra: “¡Abrid vuestros oídos y escuchad! ¡La salvación es para todos los pueblos! Lo que Dios anunció por medio del Profeta Isaías se ha cumplido ya. Sólo debéis reconocerlo. La salvación está aquí, muy cerca de vosotros. Dios está a la puerta de vuestro corazón y os declara Su amor. ¿Quién podrá permanecer indiferente ante el amor del Niño Divino? Oh pueblos, ¿hacia dónde vais? Aquél que puede responder a vuestros anhelos está aquí y volverá al Final de los Tiempos para llevar todo a la plenitud. ¡Mirad a Jesús y lo encontraréis todo!”
Nosotros, los cristianos, sabemos que en la Venida de Jesús al mundo se cumplieron las palabras de Isaías. La gloriosa realidad que se nos describe en esta lectura –en la que se regocija nuestro corazón–, se hace palpable en el relato evangélico de este día (Lc 5,17-26): Jesús sana al paralítico y “todos quedaron llenos de asombro y glorificaban a Dios, diciendo con gran temor: ‘Hoy hemos visto cosas maravillosas’.” (Lc 5,26)
Pero antes de obrar el milagro visible, el Señor había pronunciado las palabras decisivas: “Tus pecados te son perdonados” (v. 20). Así, a la luz de este evangelio podemos comprender la profecía de Isaías. ¡Dios mismo viene y hace a un lado aquello que se interpone entre Él y Sus hijos! “Él vendrá y os salvará”.
Y si seguimos escuchando la lectura a la luz del evangelio, veremos cómo evidentemente se cumple lo prometido: Las manos débiles se fortalecen; las rodillas vacilantes se afianzan.
¿No sucede así en nuestro camino de seguimiento del Señor? Cuando nos desanimamos, cuando nos dejamos agobiar demasiado por la oscuridad del mundo, porque aparentemente no hay salida y por la supuesta victoria del mal; cuando quedamos abatidos por nuestros propios pecados y debilidades, ¿no nos levanta entonces Su Palabra? ¿No nos fortalecen los santos sacramentos? Cuando nos levantamos y buscamos al Señor, ¿no se disipan acaso las densas nubes y vuelve a resplandecer Su luz? ¿No es entonces cuando volvemos a cobrar ánimo, de modo que también podemos reconfortar a otros?
En su vida terrenal, Jesús realizó estos signos predichos por Isaías. Y, además de ser una realidad concreta, sus curaciones milagrosas pueden entenderse también en sentido espiritual. No es solamente el paralítico que, habiendo sido liberado de sus pecados, puede volver a andar. En efecto, toda persona que sigue aferrada al pecado está paralizada, atada y carece de libertad. Sólo cuando se encuentre con el Señor podrá “saltar como un ciervo”.
Y la promesa de que “se abrirán los ojos del ciego” no solamente se cumplió literalmente cuando Jesús devolvía la vista a una persona concreta; sino que además Él nos libera de nuestra ceguera espiritual. Él nos abre los ojos, de modo que empezamos a ver la luz en Su luz (cf. Sal 36,9). Asimismo, el milagro de que “las orejas de los sordos se destapan”, podemos entenderlo también en el sentido de que el Señor sana la cerrazón de nuestros oídos interiores. Así, nos volvemos capaces de escuchar y comprender Su Palabra y Sus planes; nos convertimos en discípulos que escuchan atentamente a su verdadero Maestro y siguen Sus instrucciones. Jesús nos abre los ojos y los oídos, para que veamos y escuchemos. Él nos abre los labios, para que nuestra boca proclame Su alabanza (Sal 51,15).
En el encuentro con Jesús, todo se transforma. Empiezan a brotar manantiales de agua viva. El Espíritu Santo disuelve lo rígido en nosotros y nos guía con seguridad en la “senda recta”, en la “Vía Sacra”. Las tinieblas tienen que retroceder, porque se ha abierto para todos el camino sacro y puro. Es el Señor mismo, quien exclama: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).
Entonces, levantemos la cabeza en estos tiempos difíciles y aferrémonos a las Palabras de Dios. El Tiempo de Adviento no es solamente el recuerdo y la actualización de la Venida de Jesús a este mundo; sino también una preparación para Su Retorno glorioso al Final de los Tiempos. ¡Sabemos muy bien lo que nos corresponde hacer! Al entregarnos el Evangelio, el Señor nos ha encomendado el mayor tesoro. Hemos de ponerlo en alto y compartirlo con las personas, cumpliendo así nuestro servicio en Su viña. Con la mirada y la esperanza puestas en Dios, podremos atravesar también los tiempos que estamos viviendo. ¡Ánimo! ¿Qué podrá sucedernos si permanecemos con el Señor? Él nos guiará con seguridad por la “Vía sacra”, aunque todo a nuestro alrededor se derrumbase.