Las promesas de Dios son nuestro consuelo

Bar 5,1-9

Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción, y vístete con las galas perpetuas de la gloria que Dios te concede. Envuélvete en el manto de la justicia divina y adorna tu cabeza con la gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu esplendor a toda la tierra y te dará para siempre este nombre: “Paz en la justicia y gloria en la piedad”. Levántate, Jerusalén, súbete en alto, mira hacia oriente y contempla a tus hijos convocados desde oriente a occidente por la palabra del Santo, y disfrutando del recuerdo de Dios. Se te marcharon a pie, conducidos por el enemigo, pero Dios te los devuelve encumbrados en gloria y en carroza real. Porque Dios ha ordenado rebajarse a todo monte elevado y a las dunas permanentes, y rellenarse a los barrancos, hasta nivelar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios. Y hasta los bosques y los árboles aromáticos darán sombra a Israel por orden de Dios. Porque Dios conducirá a Israel con alegría a la luz de su gloria, con su misericordia y su justicia. 

Nos acercamos cada vez más a la Fiesta del Nacimiento de Cristo, y en las lecturas escuchamos las maravillosas promesas de Dios a Israel. Él nunca deja a Su Pueblo sin una promesa que lo reconforte y consuele. En medio de las tinieblas de la angustia y la persecución, hemos de levantar la cabeza, porque “se acerca nuestra liberación” (Lc 21,28). Estas palabras –que el Señor mismo dirige a Sus discípulos después de advertirles sobre todas las tribulaciones que vendrán al Final de los Tiempos– son una indicación Suya que permanece en pie para nosotros: “Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación”. Se aplica para siempre y es también una luz en este Adviento, en los tiempos tan oscuros en los que nos encontramos. 

No debemos dejarnos “engullir” por el dinamismo de las tinieblas, por los desastres que nos amenazan –sean los que fueren–; sino que hemos de poner nuestra esperanza en el Señor. Aún sigue en pie la “hora de la gracia” que se inauguró con la Venida de Jesús para toda la humanidad. La puerta todavía está abierta de par en par, y cada persona está llamada a acoger el amor de Dios, que se le ofrece tan tiernamente en el Niño de Belén. ¡Dios nos promete la salvación! La desgracia, en cambio, nos la atraemos nosotros mismos, cuando rechazamos el amor de Dios y pasamos de largo ante la puerta abierta del Corazón de nuestro Redentor. Pero ni siquiera entonces el Señor nos abandona; sino que nos llama a la conversión. Él toca a la puerta de nuestro corazón y, al permitir situaciones adversas en nuestra vida, quiere llevarnos a reflexionar. Él se vale de todo –incluso de plagas como la que actualmente estamos viviendo– para alejar a Sus hijos de los caminos equivocados. 

Sobre Jerusalén –la tan amada y afligida– se pronuncian palabras de consuelo. Su destinación no es el luto y la miseria, ni el destierro y la esclavitud; sino que ella ha de resplandecer en la gloria del Señor. Está llamada a revestirse con la dignidiad que Dios le concede. ¿Cuál otra ciudad en el mundo ha recibido jamás tal esplendor, de modo que su nombre resuene hasta los confines de la tierra?

Con la Venida de Jesús, llegan a cumplimiento todas las maravillosas promesas hechas a Jerusalén, si tan sólo el Pueblo de los judíos lo reconoce como su Mesías y se vuelve a Él. El Señor mismo es el adorno de esta gloriosa ciudad, que permanece para siempre; Él es la corona de la gloria del Eterno. 

Nosotros, los fieles, podemos revestirnos con estas galas, porque el conocimiento del Señor es nuestra sabiduría. En Él “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3). Lo que Israel aún anhela, se hace realidad desde ya en aquellos que doblan sus rodillas ante el Nombre de Jesús. Precisamente en la oscuridad actual, no debemos titubear en dar testimonio de la riqueza de nuestra fe. Precisamente ahora, cuando los hombres experimentan cuán insegura es su vida, cuando temen a un virus, cuando confían en falsas promesas y ponen su esperanza en personas que en realidad no pueden ayudarles, se torna tanto más importante el mensaje del Adviento. Porque éste nos asegura que Dios no se ha olvidado de nosotros y que Él mismo viene a nuestro encuentro. Cuando las personas sean tocadas por el amor del Señor, se alegrarán en Él y entrará en sus corazones la verdadera felicidad. 

No debemos dejarnos subyugar por la sombra que actualmente se cierne sobre la humanidad, ni permitir que la oscuridad de este tiempo penetre en nuestra mente y en nuestro corazón. Tampoco podemos abandonar a las personas a merced de sí mismas. Es bueno que ofrezcan resistencia a las restricciones impuestas a su libertad, y que –así como está sucediendo en estos días en Austria– expresen pacíficamente su desacuerdo con una vacunación obligatoria. Algunos austríacos han entendido que es necesario contar con la asistencia de Dios, y ahora rezan frecuentemente el Santo Rosario en lugares públicos. Por favor, ¡apoyémosles cada día con nuestra oración! Su lucha no es sólo por su propio país, sino también por las otras naciones. 

Sin embargo, a fin de cuentas lo decisivo en toda esta crisis es que los hombres se conviertan, que acojan el amor de Dios y cambien de vida. Entonces también se disipará la sombra y resplandecerá la luz de la Venida de Jesús al mundo. Si se convierten, será un retorno a casa. Ahora bien, para que eso suceda, también se requiere nuestro testimonio, con plena convicción, con la mirada fija en el Nacimiento del Señor y en Su Retorno glorioso al Final de los Tiempos. 

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