2Cor 6,4-10 (Lectura correspondiente a la memoria de San Dionisio y compañeros mártires)
En todo nos acreditamos como ministros de Dios, soportando con frecuencia tribulaciones, necesidades y angustias; azotes, cárceles y algaradas; fatigas, desvelos y ayunos. Y lo hacemos con nobleza, ciencia, paciencia y bondad, con la ayuda del Espíritu Santo y apoyándonos en una caridad sincera; ofreciendo un mensaje veraz y contando con el poder de Dios; usando las armas de la justicia a diestra y siniestra. Nuestra vida discurre entre el honor y el agravio, entre la calumnia y la buena fama. Nos tienen por impostores, aunque somos veraces; por desconocidos, aunque nos conocen bien; por moribundos, aunque estamos vivos; por castigados, aunque no condenados a muerte; por gente triste, aunque estamos siempre alegres; por pobres, aunque enriquecemos a muchos. En fin, creen que no tenemos nada, aunque todo lo poseemos.
Es la fuerza del Espíritu Santo la que hace capaz de soportar todos los sufrimientos y tribulaciones mencionadas en la lectura. Los “ministros de Dios” no se derrumban bajo las cargas de su servicio, ni permanecen tumbados; sino que el Espíritu del Señor los levanta una y otra vez. Al aceptar conscientemente la cruz que hace parte de la misión que les fue encomendada, crecen interiormente y se asemejan cada vez más a su Señor. Éste es el gran misterio de los ministros de Dios: “[Nos tienen] por moribundos, aunque estamos vivos.”
Cuando leemos textos bíblicos como el de hoy, o escuchamos hablar de las vidas de los santos, con sus indecibles sufrimientos (como es el caso de San Dionisio y sus compañeros mártires), pueden surgir en nosotros diversos sentimientos. Por una parte, ciertamente admiramos a estas personas, elogiamos su fuerza en el dolor y los consideramos grandes ejemplos. Por otra parte, también pueden asustarnos tales palabras o ejemplos de vida. Quizá nos imaginamos que también nosotros tendremos que padecer cosas similares, y entonces es comprensible que nos inspiren temor. Fácilmente sucede que entonces nos desanimamos, porque nos sentimos incapaces de realizar actos tan heroicos.
Para lidiar con tales sentimientos, es sumamente importante entender que sólo por la fuerza de Dios los santos fueron capaces de realizar aquellos actos, que iban mucho más allá de sus limitaciones humanas. ¡Ellos mismos estaban conscientes de ello! De hecho, ¿quién puede estar “siempre alegre”, cuando se encuentra sufriendo?
No debemos crearnos una imagen “romántica” ni “mistificada” del sufrimiento. Si nos fijamos en el ejemplo de Nuestro Señor, vemos que, en Getsemaní, Él le pidió tres veces al Padre que apartara de Él el cáliz del sufrimiento (Mt 26,39-44). Esto nos muestra que también Él atravesó la “noche oscura” del sufrimiento, tal como les sucede a todos los que tienen que padecer. Pero lo decisivo es que sólo por gracia de Dios se es capaz de aceptar una cruz, y esta misma gracia vigoriza y renueva la vida interior del sufriente. Si él une su sufrimiento al del Señor, su corazón no sólo permanecerá centrado en Dios; sino que también Dios mismo, por su parte, se unirá a él en medio del sufrimiento.
Así, puede surgir una profunda alegría espiritual por la cercanía del Señor. El sufrimiento, por más pesado e insoportable que parezca, no atraviesa el alma; sino que el alma, por la gracia, permanece anclada en Dios. De esta manera, la persona llega a ser capaz de integrar en su vida el sufrimiento, sin que éste ejerza el dominio sobre ella ni absorba todas las potencias de su alma. Así, podemos comprender que, en medio de todos los sufrimientos a los que está expuesto, el Apóstol de los Gentiles pueda decir: “estamos siempre alegres”.
En efecto, es totalmente cierto lo que San Pablo nos da a entender: una vida como la suya, entregada por completo al servicio del Señor, se distingue de lo que habitualmente conocemos. La clave de una vida tal radica en las primeras palabras de la lectura: “En todo nos acreditamos como ministros de Dios.” Los apóstoles afrontan todo lo que les sobreviene como servidores de Dios. Y este vínculo con Dios y el actuar por encargo Suyo impregna toda su vida. Ellos no pueden simplemente dejarse llevar por las inclinaciones de su naturaleza. ¡El Espíritu Santo no se lo permitiría! No pueden huir de su misión; no pueden rendirse ante la tribulación y la angustia, ni dejarse llevar por el miedo. El Espíritu del Señor los levanta una y otra vez, fortaleciendo su voluntad y encendiendo en ellos el fuego del amor. Con cada esfuerzo que ellos realicen y estando dispuestos a volverse a levantar tras una “derrota”, la gracia de Dios se multiplica y los purifica, ilumina y unifica con Su Voluntad.
¿Cuál es el mensaje para nosotros?
En el lugar al que Dios nos ha llamado, en las circunstancias de vida en las que nos ha colocado, estamos llamados a sobrellevar nuestras cruces como ministros de Dios. Nuestra naturaleza humana no es capaz de ello, sino sólo la gracia de Dios, junto con nuestra cooperación. ¡Esto es lo que debemos comprender! Cuanto más lo entendamos y aprendamos a aferrarnos a Dios incluso en las circunstancias más difíciles, tanto más podrá surgir en nosotros aquella actitud que el Apóstol nos muestra: “En todo nos acreditamos como ministros de Dios.”