Martes de la Segunda Semana de Pascua
Jn 3,7b-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.” Preguntó Nicodemo: “¿Cómo puede ser eso?” Jesús le respondió: “Tú, que eres maestro en Israel, ¿no sabes estas cosas? En verdad, en verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros estas cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os hablo de las cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo: el Hijo del hombre. Y, del mismo modo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna.”
Dios ha dispuesto un nuevo nacimiento para nosotros: un nacimiento del agua y del espíritu (cf. Jn 3,5), para que el “hombre viejo” con su pecaminosidad pueda morir y ya no oscurezca nuestra vida (cf. Rom 6,6). A nosotros, los cristianos, se nos concede esto a través del sacramento del bautismo, que también está pensado para todos aquellos que acogen la fe en Jesús (cf. Mt 28,19).
Ahora, se nos dirige el llamado a vivir como “hombres nuevos” (cf. Ef 4,22-24); a llevar una vida que se oriente del todo en la Voluntad de Dios; una vida que se diferencie claramente de la del “viejo Adán”. Este último no se ocupa primordialmente de la Voluntad de Dios; sino que se orienta conforme a las realidades terrenales. Corre el riesgo de que su pensar gire en torno a sí mismo y al mundo pasajero. Le hace falta la mirada centrada en Dios y la visión a partir de Dios; le hace falta la gran perspectiva, la verdadera comprensión de la existencia, que sólo se descubre en el encuentro con Dios. A pesar de todo lo que emprenda y de realizar sus ideas, la vida del “hombre viejo”, a fin de cuentas, sigue siendo estática, puesto que permanece atada a este mundo.
En contraste con esta vida, Jesús nos muestra la vida del Espíritu:
“El viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.”
Una vida nacida del Espíritu es aquella que se deja guiar por el Espíritu Santo, quien nos revela las profundidades de Dios:
“Dios nos reveló todo esto por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios. En efecto, ¿qué persona conoce lo íntimo de la persona, sino el espíritu de la persona, que está en ella? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer los dones que Dios gratuitamente nos ha concedido. De estos dones también hablamos, pero no con palabras propias de la sabiduría humana, sino enseñadas por el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. El hombre natural no percibe las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son necedad. Y no las puede entender, pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas. En cambio, la persona espiritual lo juzga todo; y a ella nadie puede juzgarla. Porque ¿quién conoció la mente del Señor para instruirle? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo.” (1Cor 2,10-16)
La flexibilidad del hombre nacido del Espíritu, a la que se hace alusión en el texto bíblico que hemos escuchado, procede de su conocimiento de Dios. Éste le revela una y otra vez la perspectiva desde la cual Dios ve las cosas, y a través de la guía del Espíritu continúa descubriéndola. Aunque en nuestro peregrinar a lo largo de la vida terrenal sólo podamos ver “como en un espejo, de forma borrosa” (1Cor 13,12), el Espíritu nos hace entender la relación de todo lo creado con Dios. Así, hemos salido ya del estrecho campo de una comprensión meramente humana de la vida, para entrar en la amplitud del Espíritu. Así, se nos concede una clave para la comprensión y un criterio de juicio acertado, porque sólo con la ayuda del Espíritu podremos juzgar las cosas a la luz de Dios.
También necesitamos el Espíritu de Dios para acoger y entender el mensaje del Señor en toda su profundidad: “Si al deciros estas cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os hablo de las cosas del cielo?” –nos dice el Señor. Y es que la sabiduría humana no puede captar las cosas celestiales. ¡Para ello hace falta la luz sobrenatural de Dios! Uno puede, por ejemplo, leer la Biblia y obtener de ella muchos conocimientos. Pero lo decisivo es si el Espíritu de Dios puede explicarnos su sentido; o si, por el contrario, nos quedamos solamente en la periferia de la comprensión.
Tomemos como ejemplo la Resurrección de Cristo. Solo el Espíritu del Señor nos enseña a creer en la realidad de la Resurrección y a integrarla plenamente en nuestra vida. Y si alguien –aunque sea un “teólogo”– pretende reinterpretar la Resurrección en otro sentido, entonces ya no es el Espíritu Santo quien habla a través de él, sino el espíritu humano, que no ha entendido las cosas celestiales.
Una sencilla y piadosa mujer en Rusia se escandalizaría si se enterase de que alguien no cree en la Resurrección corporal de Jesús. En ella, la fe ha echado raíces; en aquel “teólogo”, en cambio, la fe no ha calado.
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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