Mt 13,47-52 (Lectura correspondiente a la memoria de San Jerónimo)
En aquel tiempo, dijo Jesús: “También es semejante el Reino de los Cielos a una red que se echa en el mar y recoge peces de todas clases; y cuando está llena, la sacan a la orilla, se sientan, y recogen en cestos los buenos y tiran los malos. Así sucederá al fin del mundo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de entre los justos y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto?” Dícenle: “Sí.” Y él les dijo: “Así, todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo.”
El Fin de los Tiempos llegará, aun si en nuestra vida cotidiana no lo tenemos muy presente. La somnolencia espiritual, que a menudo nos acompaña, es un mal, pues si pensáramos más en nuestro fin personal (la muerte) o en el Fin de los Tiempos, se acrecentaría notablemente nuestro nivel de vigilancia. También es parte de la prudencia cristiana que reflexionemos sobre nuestras acciones. Las buenas obras, que surgen de un corazón entregado a Dios, serán recompensadas por Su amor. Pero, sobre todo, hemos de cobrar consciencia de las acciones inútiles, que nos dispersan; y, más aún, de las malas obras, que atraen sobre nosotros el juicio.
La falta de vigilancia es una de las grandes debilidades humanas, tanto en lo que respecta a los impulsos del Espíritu Santo, como en lo referente al manejo de las tentaciones y distracciones que se nos presentan. En realidad, la vida cristiana debería ser una formación diaria en la “escuela” del Espíritu Santo, que nos hace crecer y madurar. Esto puede sonar exigente, en vista de la rutina que suele marcar nuestro ritmo de vida. Pero podremos comprender esta exigencia cuando entendemos que, en todo cuanto hacemos, podemos servir al Señor (cf. 1Cor 10,31). Si al despertar le dedicamos nuestros primeros pensamientos y nos tomamos el tiempo para meditar su Palabra y estar junto a Él en la oración silenciosa; si, a partir de este encuentro matutino con Dios, encontramos el “hilo espiritual del día”; es decir, lo que Él ha dispuesto para ese día concreto, y si luego nos esforzamos por hacerlo todo por amor a Él; entonces creceremos constantemente en el amor.
Así como el amor humano nos hace estar atentos a la otra persona, el amor espiritual nos hace estar aún más atentos a los deseos de Dios y a las necesidades de las personas que nos han sido encomendadas. Esta vigilancia hará que estemos cada vez más pendientes de los impulsos del Espíritu Santo, pues es Él quien lleva a plenitud en nosotros la obra de la santificación, y es Él quien nos llama a colaborar en la evangelización de este mundo. Al estar conscientes de la inhabitación del Espíritu Santo en nosotros, aprenderemos a seguir mejor Sus mociones y a no ignorar Sus advertencias, que buscan preservarnos tanto de lo inútil como de lo malo.
Esta guía interior puede llegar a ser muy fina, de modo que toda nuestra vida esté enfocada en Dios y despertemos cada vez más al amor. Si emprendemos este camino, podremos ya en esta vida separar los peces malos de los buenos, con la ayuda de los santos ángeles. Los peces buenos serán recogidos por el Señor para la eternidad; mientras que los malos han de sumergirse en el mar de Su perdón.
Un último punto para la meditación de este día: recordemos en nuestras oraciones a aquellos que aún no han despertado al amor de Dios o que han vuelto a perderlo. Ellos están tan necesitados de la conversión, para que puedan ser salvados por el juicio de la misericordia antes de que llegue el día del Juicio Final.