Escucharemos el evangelio correspondiente a este día según el calendario tradicional:
Mt 28,16-20
Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo: “Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”
Éste es el mandato del Señor que permanece vigente hasta el fin de los tiempos, porque al Señor le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Los discípulos y, por tanto, la Iglesia misma, cumplen este encargo del Señor a lo largo de los siglos, porque todos los hombres han de someterse al amoroso dominio de Dios para alcanzar la salvación. Estas palabras del Resucitado son tan claras y hasta ahora habían sido siempre acatadas por la Iglesia, de modo que resultaría desconcertante e incluso absurdo que de repente tengan cabida otras concepciones que ya no consideren vinculante o incluso relativicen el mandato misionero del Señor. Si esto sucediera, evidentemente se habría introducido un grave error en la Iglesia y ya no se entendería la importancia absoluta de la Palabra del Señor para el tiempo y la eternidad, y, por tanto, tampoco se lo comprendería a Él mismo.
El santo bautismo y la instrucción en la fe para todos los hombres es Voluntad de Dios. El ministerio de los primeros apóstoles del Señor y de tantos misioneros que siguieron su ejemplo nos señalan el camino.
Es preciso convencer a los hombres de la verdad del Evangelio anunciándoles la Palabra del Señor con autenticidad, administrando los sacramentos con dignidad y dando testimonio con nuestra propia vida. En su “Apología contra los gentiles”, Tertuliano pone en boca de los paganos estas palabras, refiriéndose a los primeros cristianos: “¡Mirad cómo se aman!”. Es difícil resisitirse a un testimonio tal, porque cuando el amor de Dios entra en el corazón de los cristianos, éstos anuncian al Señor con todo lo que hacen movidos por este amor.
En relación con el mandato de anunciar el Evangelio, el Señor Resucitado nos deja también esta promesa: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”
Aunque siempre podemos contar con la presencia del Señor, que en su amor jamás nos abandona, esta frase puede relacionarse especialmente con las afirmaciones anteriores de Jesús. Esta promesa suya se hace realidad cuando cumplimos su encargo. Si la Iglesia descuidara esta misión y ya no la cumpliera como Dios quiere o incluso la falsificara, entonces se perdería también la asistencia especial de Jesús, precisamente esa gracia asociada al anuncio del Evangelio.
Partiendo de estas consideraciones, es legítimo cuestionarse si el estado de debilidad actual en la Iglesia y sus derivas podrían relacionarse especialmente con el hecho de que ya no se está cumpliendo debidamente el mandato misionero del Señor y, por tanto, se ha echado a perder o se ha disminuido significativamente una cierta plenitud de gracia. En efecto, si se descuida la fuerza del anuncio y la instrucción de los pueblos, es signo de que falta la convicción del carácter único de la fe cristiana y de la necesidad de la Santa Iglesia Católica para la salvación. Entonces, en lugar de esa convicción aparecen ideologías, ideas personales y engaños de todo tipo.
Por tanto, se vuelve aún más importante centrar nuestra atención en el mandato misionero del Señor y tratar de cumplirlo, independientemente de si esto es contrario al espíritu del tiempo o a ciertas tendencias y corrientes teológicas en el gobierno actual de la Iglesia.
El encargo del Señor sigue vigente y lo será para siempre. Ciertamente puede adaptárselo a las circunstancias de la época, valiéndose –por ejemplo– de los medios modernos de comunicación para la evangelización; pero nunca puede cambiar en su esencia. El Señor es y seguirá siendo el “Alfa y la Omega” (Ap 22,13). Su palabra –y, por tanto, su encargo– nunca pasarán (cf. Mt 24,35). Corremos el peligro de desviarnos de ella y de apartarnos de su presencia si dejamos de cumplir sus palabras como Él lo quiere.
Si esto sucede, sólo podremos acceder nuevamente al torrente de gracia que el Señor nos ofrece para la misión encomendada al convertirnos sinceramente a Él, al apartarnos de toda falsa doctrina y al anclarnos en su Palabra y en la auténtica doctrina.
Sin embargo, si nos dejamos mover por estas palabras y cada uno intenta cumplir la misión del Resucitado en el lugar donde Él lo ha colocado, entonces no sólo se difundirá la luz en este mundo, sino que además se harán realidad las palabras de Jesús: “Al que tiene, se le dará” (Mt 13,12).