Verdad y amor hacia el que yerra y el pecador

St 5,9-12

Hermanos, no os quejéis unos de otros, para no ser juzgados. Tened presente que el Juez está ya a las puertas. Hermanos, tomad como modelo de sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor. Ya sabéis que solemos proclamar felices a los que sufrieron con paciencia. Habéis oído hablar de la paciencia de Job, y ya sabéis el final que el Señor le dio; porque el Señor es compasivo y misericordioso. Ante todo, hermanos, no juréis ni por el cielo ni por la tierra, ni por ninguna otra cosa. Que vuestro sí sea sí, y vuestro no, no. Así no incurriréis en juicio.

Siendo cristianos, ¿cómo debemos tratarnos unos a otros? Lo que está claro –y la lectura de hoy nos lo confirma– es que no corresponde al amor el convertirse en el acusador del hermano. Tanto desde el punto de vista humano como también espiritual, es desastroso que nos fijemos solamente en las faltas de la otra persona y seamos ciegos frente a nuestros propios errores. Esto desemboca en un endurecimiento del corazón y en una postura de juzgar sin amor. Ciertamente a esta actitud se refiere aquí el Apóstol Santiago.

Pero, ¿será que entonces siempre hay que pasar por alto las faltas de los demás, de manera que no sepamos hacer una crítica constructiva o corregir a nuestro hermano o hermana? ¡Algunos quisieran extraer esta conclusión del texto de hoy!

Pero no puede ser esto lo que el Apóstol quiere transmitirnos, porque también en nuestros propios errores hemos de trabajar, y Dios mismo nos los hace ver para ayudarnos a mejorarlos. Además, conocemos la “correctio fraterna”, con la que se busca ayudar al hermano para que continúe y mejore en su camino con Cristo.

Entonces, el punto decisivo está en la forma de tratarnos mutuamente.

Es fundamental que aprendamos a hacer una diferenciación, que a algunos no les resulta nada fácil. Hay que saber distinguir entre la situación objetiva y la culpa personal o subjetiva.

Supongamos, por ejemplo, que alguien tiene inclinaciones homosexuales y las pone en práctica. La situación objetiva es que aquella persona está viviendo en un pecado grave, porque los actos homosexuales son intrínsecamente malos. Y hacérselo ver, en caso de que no lo sepa, es una obra de caridad. 

Ahora bien, es importante que esta corrección sea movida tanto por el amor a la verdad, como por una sincera preocupación por este hermano. No sabemos cómo llegó a esa situación, ni tampoco sabemos si lucha contra aquellas inclinaciones o las justifica. Por tanto, medir el grado de la culpa personal es asunto de Dios; pero lo que a nosotros nos corresponde es ofrecerle ayuda para salir de aquel estilo de vida malsano.

Es un error muy común el no trazar esa diferenciación entre la situación objetiva y el nivel de culpa personal, y así nos convertimos en jueces del otro. Al rechazar el mal objetivo, fácilmente rechazamos y juzgamos también a la persona que lo comete.

La lectura de hoy nos habla de una actitud muy distinta por parte de Dios: “El Señor es compasivo y misericordioso” –dice el Apóstol Santiago. Para nosotros, esto quiere decir que, sin caer en la trampa de relativizar o cerrar los ojos ante la gravedad de la situación objetiva, nuestra actitud interior debe preocuparse siempre de ayudar a la otra persona, procurando su salvación. La misericordia se inclina para brindar una mano. En el ejemplo de la homosexualidad, se abaja a la miseria moral del hermano. A través de nuestra actitud, Él ha de experimentar el amor de Dios, que, por una parte, le muestra el camino hacia la verdad; y, por otra parte, le tiende la mano y el corazón, para ayudarlo pacientemente a levantarse, a decidirse por la verdad y a dejarla entrar en su vida. Sobre todo, nuestro hermano necesita nuestra oración.

Lo que hemos dicho en este ejemplo con respecto a la homosexualidad, se aplica también para otras faltas. Llamar al pecado por su nombre no es, de ninguna manera, un juicio falto de amor. Más bien, es amor verdadero, que se preocupa por la salvación de la otra persona. Pero la verdad no debemos presentársela a la persona en cuestión como una espada afilada; sino siempre en la actitud del Señor, que quiere conducir al errante y al pecador al camino de la verdad.      

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