1Cor 3,1-9
Yo, hermanos, no pude hablaros como a personas espirituales, sino como a carnales, como a niños en la fe de Cristo. Os di a beber leche, y no alimento sólido, pues todavía no lo podíais soportar. Y ni siquiera ahora lo soportáis, pues seguís siendo carnales. Porque, mientras haya entre vosotros envidia y discordia, ¿no creéis que seguís siendo carnales y vivís a lo humano? Cuando dice uno: “Yo soy de Pablo”, y otro: “Yo soy de Apolo”, ¿no estáis procediendo según criterios humanos? ¿Quién es, pues, Apolo? ¿Y quién es Pablo?…
¡Servidores, por medio de los cuales habéis creído! Cada uno trabajó según el designio del Señor: yo planté y Apolo regó, mas fue Dios quien proporcionó el crecimiento. De modo que el que planta y el que riega nada son, sino Dios, que proporciona el crecimiento. Además el que planta y el que riega son una misma cosa, si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo. Nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros, el campo que Dios cultiva, el edificio que Dios construye.
Es necesario que avancemos en la vida espiritual; de lo contrario, seguiremos siendo niños inmaduros. Y a los niños inmaduros el Señor no puede confiarles mucho, porque todavía no saben manejar responsablemente los dones recibidos. En consecuencia, no puede encomendarles tareas difíciles. Los niños necesitan leche, como dice aquí San Pablo; es decir que solamente pueden soportar y digerir lo que sea fácil de tolerar. Pero, ¿cómo podrán entonces enfrentarse a las cruces de una misión y a las resistencias que se les presenten en el camino de seguimiento? ¿Cómo podrán crecer espiritualmente, si sólo se quedan con la leche?
Esto nos muestra la necesidad de tomarnos en serio el camino de seguimiento de Cristo y de trabajar en todo aquello en lo que aún no reaccionamos conforme al Espíritu de Dios, sino según nuestra naturaleza humana caída. Es aquí donde debemos estar vigilantes con respecto a nosotros mismos, y no cerrar los ojos cuando percibimos aún mucho “pensamiento humano” en nosotros, por decirlo en la terminología de San Pablo. Es el Espíritu Santo quien quiere transformarnos, enseñándonos a pensar y actuar a la manera de Dios. Pero demasiadas veces su obra se ve obstaculizada por nuestros propios intereses, que se manifiestan en la envidia y en las discordias.
Parece ser que en la comunidad de Corinto había una especie de división: unos decían pertenecer a Pablo y otros a Apolo. Pero así se habían olvidado de lo esencial, deteniéndose en asuntos totalmente insignificantes. Tanto Pablo como Apolo estaban al servicio del mismo Señor, cuya glorificación era el objeto de sus esfuerzos.
Así es como debemos ver los diferentes ministerios en la Iglesia: todos trabajamos juntos en el campo de Dios, cada cual en el lugar donde Él lo ha colocado. ¡Así es como nos complementamos unos a otros! Cualquier envidia, celos y competitividad no proceden del Espíritu del Señor, sino de nuestro corazón retorcido, y no pocas veces el diablo se encarga de reforzar tales sentimientos.
Entonces, hemos de fijarnos en nuestro corazón.
¿Cómo debemos hacer frente, por ejemplo, a los celos y a la envidia? Con los celos, entramos en competencia con otra persona y, al compararnos con ella, creemos que quedamos cortos y que ella ha recibido algo que también nosotros deberíamos tener. No me refiero aquí a los celos que tienen justa razón de ser, sino a aquellos que son destructivos, que no pueden simplemente aceptar lo bueno que la otra persona tiene y recibe, y que hacen que uno mismo siempre quede insatisfecho con lo que tiene. Estos sentimientos pueden llegar a corroernos por dentro, y no nos permiten tratar con libertad a la otra persona ni mirarle abiertamente a los ojos.
Como antídoto, deberíamos empezar a agradecer a Dios por todo lo que esta persona ha recibido de Él. Quizá esto se oponga a nuestro sentimiento, que nos hace considerarnos a nosotros mismos precisamente como los perjudicados o desaventajados. Pero es aquí donde debe entrar en juego nuestra voluntad, que obedece a lo que el entendimiento ha reconocido como correcto y se somete así a la verdad. Esta impresión interior de que nosotros mismos no recibimos lo suficiente, debemos también contrarrestarla con la gratitud por nuestros propios dones, e invocando al Espíritu Santo podremos hacer frente al atormentador sentimiento de los celos. Vale aclarar que, como prerrequisito, debemos estar dispuestos a considerar los celos como un mal que debe ser superado, y estar atentos a los momentos en que nos dejamos llevar por ellos o incluso los expresamos hacia afuera o actuamos movidos por ellos.
Aún más perjudicial para el alma es la envidia, que es una verdadera obra del diablo en nuestro corazón. La envidia va más allá de los celos al no tener lo que el otro posee, y llega hasta el punto de no poder soportar que él lo tenga y de querer arruinárselo. Por ello, en las caricaturas suele representarse a la envidia como extramadamente fea. Si el hombre no la combate, la envidia terminará devorándolo.
Por eso, en el camino de seguimiento, hemos de resistir aun a las más pequeñas manifestaciones de la envidia, de forma similar a lo que habíamos dicho con respecto a los celos. También aquí es necesario hacer actos concretos que se opongan directamente a la envidia: por ejemplo, practicar la generosidad y cultivar el compartir. La envidia no solo afecta a los bienes materiales, sino también a los espirituales. Puede suceder, por ejemplo, que uno no soporta que otra persona tenga el don de convencer a los demás, y así trata de ponerla en ridículo o desautorizarla…
Entonces, ¿cómo podrá Dios encomendarnos tareas de mucha confianza, si aún estamos dominados por envidia y discordias? Si queremos mostrarnos dignos de mayores gracias de Dios, tendremos que vencer nuestra actitud terrenal, aún tan enfocada en nuestro propio yo y no centrada en la gloria de Dios.