Jn 6,22-29
Después de que Jesús alimentó a unos cinco mil hombres, sus discípulos lo vieron caminando sobre el agua. Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar vio que allí no había más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos, sino que éstos se habían marchado solos. Pero llegaron barcas de Tiberíades, cerca del lugar donde habían comido pan.
Cuando la gente vio que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún, en busca de Jesús. Al encontrarle a la orilla del mar, le preguntaron: “Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.” Ellos le dijeron: “¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?” Jesús les respondió: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado.”
Toda nuestra atención ha de estar centrada en el Reino de Dios… Esta es la exhortación que una y otra vez nos presenta el Señor, pero a menudo no se le presta oído como se debería o no se la pone en práctica. Nosotros, los hombres, nos perdemos tan rápidamente en las cosas terrenales y descuidamos la búsqueda del Reino de Dios.
Jesús conoce a aquellos que lo buscan en el evangelio de hoy, y sabe cuáles son sus motivaciones. No lo buscan por los signos que Él había realizado, sino por el hecho de haber saciado a las cinco mil personas (cf. Jn 6,5-13). El Señor no se lo oculta; sino que aprovecha la ocasión para darles una lección. ¡Qué gracia tan grande es ser instruidos por Él y que nos ofrezca la posibilidad de percibir nuestra propia ceguera! Las personas no se habrían dado cuenta por sí mismas… En efecto: “¿Quién conoce sus propias faltas?” (Sal 19,13) ¿Quién está dispuesto a examinar sus motivaciones más profundas a la luz de Dios, para entonces corregirlas y orientarlas hacia la dirección que nos señala el Maestro? ¡Precisamente esto es lo que hará que el camino espiritual sea fructífero! Si no acatamos estas enseñanzas espirituales del Señor, no avanzaremos.
Escuchemos atentamente lo que nos dice el Señor: “Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre.”
Ciertamente esta enseñanza es aplicable, en primera instancia, a la situación concreta en la cual habla el Señor. Los hombres deben esforzarse por buscar a Jesús, para escuchar su Palabra y recibir aquello que Él les ofrece. ¡Este es el alimento que perdura hasta la vida eterna!
“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.” (Lc 21,33)
“Se seca la hierba y cae la flor, pero la palabra del Señor permanece eternamente.” (1Pe 1,24b-25a)
¡Este es el alimento que los hombres han de buscar y por el cual han de estar dispuestos a cualquier esfuerzo, con tal de recibir este regalo del Señor! ¡No hay nada más importante! La alimentación de los cinco mil fue un regalo adicional de la bondad de Dios; una añadidura que Él siempre se complace en dar para alegrar a sus hijos.
Llegados a este punto, podemos dejar atrás la situación concreta en la cual el Señor dio esta enseñanza, sabiendo que no sólo se trataba de aquel contexto, sino que estas mismas palabras Él las dirige a todos los hombres en todos los tiempos. Al mismo tiempo, nos ofrece un medio para conocernos a nosotros mismos. Hemos de fijarnos en nuestras motivaciones más profundas, para que no dediquemos ciegamente nuestra atención y nuestros esfuerzos a aquellas cosas que pasan, que ocupan en nuestra vida un lugar equivocado que no les corresponde; cosas que no valen la pena y que incluso podrían bloquear el camino a la verdadera vida.
Recordemos la maravillosa lección que el Señor dio a Marta:
“Cuando iban de camino, Jesús entró en cierta aldea, y una mujer que se llamaba Marta le recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Pero Marta andaba afanada con numerosos quehaceres y poniéndose delante dijo: ‘Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir? Dile entonces que me ayude’. Pero el Señor le respondió: ‘Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada’.” (Lc 10,38-42).
Ciertamente el Señor amaba también a Marta, y habrá visto que, en el servicio que le brindaba, ella quería demostrarle su amor. Pero Marta no había entendido qué era lo más importante: escucharlo a Él. ¡Es Él quien tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68)!
Así, el Señor se dirige a las “Martas” de este mundo y les señala la dirección correcta. Las muchas preocupaciones y esfuerzos por el bienestar corporal de Jesús no son la respuesta apropiada cuando Él está presente o cuando se habla de Él; sino la escucha atenta de sus palabras.
Al final del evangelio de hoy, el Señor nos concede una vez más una enseñanza inescrutable:
“Le dijeron: ‘¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?’ Jesús les respondió: ‘La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado’.”
La respuesta del Señor no es: “Tenéis que hacer esto o aquello para agradar a Dios”. ¡No! Al creer en Jesús, a quien el Padre ha enviado, se realiza la obra de Dios. Todo lo demás surge a partir de ahí. Es esto lo que agrada a Dios, porque Él lleva a cabo su obra cuando puede morar en el alma del hombre a través de la fe. “¡Todo es posible para quien cree!” (Mc 9,23)