1Pe 1,17-21
Hermanos: Si llamáis Padre a quien, sin acepción de personas, juzga a cada cual según su conducta, conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro. Y sabed que no habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres con algo caduco, con oro o plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin tacha y sin mancilla. Él fue predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos en interés vuestro; y por medio de él creéis en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria, de modo que vuestra fe y vuestra esperanza estén en Dios.
“Primicia de la sabiduría es el temor del Señor” (Sal 110,10). Este santo temor nos ayuda a permanecer vigilantes mientras atravesamos el tiempo de nuestro destierro –y sin duda estamos todavía en él–; mientras no hayamos entrado definitivamente al Reino eterno de Dios; mientras recorremos el camino de seguimiento, expuestos a todo tipo de peligros…
El temor de Dios, que es uno de los siete dones del Espíritu Santo, se relaciona con el rechazo contundente –incluso podríamos decir odio– hacia el pecado. Es el Espíritu Santo quien infunde en nosotros tal rechazo, haciéndonos comprender que es exclusivamente el pecado el que puede separarnos de Dios. Por eso, lo evitamos cuidadosamente y recorremos con vigilancia nuestro camino; no sea que por ligereza caigamos en pecado y terminemos enredándonos en él.
Por un lado, reconocemos a Dios como justo Juez; pero, por otro lado, gracias al don de temor, lo vemos también como amoroso Padre, que desea nuestra salvación. Al reconocer a Dios como Aquel que nos ama sin medida, evitamos el pecado ante todo por amor a Él, conscientes de que éste nos separaría de Él. Así, pues, no es tanto el miedo frente al juicio lo que nos hace huir del pecado (aunque, sin duda, esto sería mejor que pecar con frivolidad); sino el amor filial, que no quiere hacer nada que pueda herir al Padre.
Esta última actitud –la de evitar el pecado por amor a Dios– será nuestro gran incentivo en el camino de la santidad y nos hará vivir en constante vigilancia. Y no se trata solamente de evitar los pecados graves; sino que el Espíritu Santo nos enseñará a ser cada vez más delicados en nuestra relación de amor con el Padre.
También aprenderemos a percibir cuál es nuestro mayor enemigo en el camino de la santidad. Éste está dentro de nosotros mismos: es nuestra voluntad inclinada al mal y nuestras pasiones desordenadas, es decir, nuestras apetencias que tienden a exceder los límites de lo bueno y razonable.
El apóstol nos da otro importante consejo para llevar una vida en el temor del Señor. Debemos recordar, dice San Pedro, “que no habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres con algo caduco, con oro o plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin tacha y sin mancilla”.
La meditación de esta profunda verdad puede refrenar en nosotros cualquier ligereza o frivolidad frente al pecado, pues, al considerar la Pasión de Nuestro Señor, recordaremos la magnitud de su amor y, a la vez, la gravedad del pecado. Estos dos aspectos marcan el alma y la mueven a evitar con sumo fervor cualquier pecado, para corresponder al amor que Dios le ha mostrado.
Hoy en día corremos el peligro de relativizar cada vez más el pecado. Es cierto que Dios se fija en lo bueno que hay en el hombre y que no lo mira simplemente en proporción de su pecado; sino que está a toda hora dispuesto a perdonar, en cuanto la persona muestre la mínima señal de querer convertirse. Pero esto no le quita gravedad al pecado, ni desmiente sus devastadoras consecuencias.
En ese sentido, el don del temor de Dios nos enseña el camino recto que hemos de seguir, para no caer –por un lado– en escrúpulos, teniendo una falsa imagen de Dios, como si fuera un Dios que a toda hora nos controla estricta y despiadadamente; y para evitar –por el otro lado– que nos volvamos demasiado relajados y laxos en relación con el pecado y lo relativicemos.
Podemos pedirle al Espíritu Santo que este don empiece a hacerse eficaz en nuestro interior. Éste nos mantendrá en un maravilloso equilibrio espiritual: vigilancia frente a las tentaciones procedentes de dentro y de fuera; y, a la vez, seguridad profunda y confiada en el corazón de un Padre lleno de amor.
De este modo también podremos afrontar sincera y abiertamente nuestras debilidades y pecados, reconociéndolos y presentándoselos al Padre, que siempre está esperándonos. Después del espanto y arrepentimiento que sentimos por nuestro pecado, viene la certeza del perdón de Aquel que nos ha comprado a precio de su sangre.
Además, en esta misma actitud podremos encontrarnos con las otras personas, sin relativizar sus pecados; ni tampoco, en el extremo opuesto, considerar que su vida ya es caso perdido. ¡Que el Espíritu Santo nos conceda la sabiduría para tratar con aquellos que están enredados en el pecado, ayudándoles a hallar el camino hacia el perdón, que es el único que los hará libres!