1Pe 1,17-21
Si llamáis Padre a quien, sin acepción de personas, juzga a cada cual según su conducta, conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro. Y sabed que no habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres con algo caduco, con oro o plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin tacha y sin mancilla. Él fue predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos en interés vuestro; y por medio de él creéis en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria, de modo que vuestra fe y vuestra esperanza estén en Dios.
¡El temor de Dios es el primer paso hacia la Sabiduría! Ya habíamos reflexionado en otra ocasión acerca de este don del Espíritu Santo, pero conviene que volvamos a poner nuestra atención en él, pues San Pedro, en la lectura de hoy, nos aconseja llevar nuestra vida en el temor de Dios. Este santo temor nos ayuda a estar vigilantes durante el tiempo de nuestro destierro –y sin duda estamos todavía en él; mientras no hayamos entrado definitivamente al eterno Reino de Dios; mientras recorremos un camino en el que estamos expuestos a todo tipo de peligros…
El temor de Dios, que es uno de los siete dones del Espíritu Santo, está profundamente relacionado con el rechazo contundente, incluso podríamos decir odio, hacia el pecado. Es el Espíritu Santo quien produce en nosotros tal rechazo, haciéndonos comprender que es exclusivamente el pecado el que nos separa de Dios. Por eso lo evitamos cuidadosamente, y recorremos en vigilancia nuestro camino; no sea que por ligereza caigamos en pecado y nos veamos luego atados por él.
Por un lado, reconocemos a Dios como justo Juez; pero, por otro lado, gracias al don del temor, lo vemos también como un Padre amoroso que ansía nuestra salvación. Al reconocerlo como Aquel que nos ama sin medida, movidos por el amor a Él evitamos el pecado, conscientes de que nos separaría de su lado. Así, pues, no es tanto el miedo frente al juicio el que nos hace retroceder ante el pecado (aunque, sin duda, esto sería mejor que pecar con ligereza); sino el amor filial, que no quiere hacer nada que lastimaría al Padre.
Esta última actitud, la de evitar el pecado por amor a Dios, será nuestro gran incentivo en el camino de la santidad, y nos hará vivir en constante vigilancia. Y no se trata solamente de apartarnos de los pecados graves; sino que el Espíritu Santo nos enseñará a ser cada vez más delicados en nuestra relación de amor con el Padre.
También aprenderemos a percibir dónde se encuentra nuestro mayor enemigo en el camino de la santidad. ¡Éste está dentro de nosotros! Es nuestra voluntad inclinada al mal y son nuestras pasiones desordenadas; es decir, las apetencias, que tienden a exceder los límites de lo bueno y provechoso.
El Apóstol nos da otro importante consejo, para llevar una vida en el temor de Dios. Debemos recordar, dice San Pedro, “que no habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres con algo caduco, con oro o plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin tacha y sin mancilla”.
Esta gran verdad puede refrenar en nosotros cualquier forma de ligereza o imprudencia frente al pecado, pues, teniendo frente a nosotros la Pasión de Nuestro Señor, recordaremos la magnitud de su amor y, a la vez, la gravedad del pecado. Estos dos aspectos marcan el alma y la motivan a evitar con sumo fervor cualquier pecado, para corresponder al amor que Dios nos ha mostrado.
En nuestro tiempo, vemos el peligro de que se relativice cada vez más el pecado. Ciertamente Dios ve lo bueno que hay en el hombre y no lo mira simplemente en proporción a su pecado; sino que está a toda hora dispuesto a perdonar, en cuanto la persona muestre la mínima señal de querer convertirse. Pero esta realidad no le quita gravedad al pecado, ni desmiente las devastadoras consecuencias que éste tiene.
En ese sentido, el don del temor nos enseña el camino correcto que hemos de seguir, para no caer en escrúpulos, teniendo una falsa imagen de Dios, como si fuera un Dios que a toda hora nos controla estricta y despiadadamente; pero evitando también que seamos demasiado relajados y laxos con el pecado y lo relativicemos todo.
Podemos pedir que este don empiece a obrar en nuestro interior. Éste nos proporcionará un maravilloso equilibrio espiritual: vigilancia frente a las tentaciones procedentes de dentro y de fuera; y, a la vez, seguridad profunda y confiada en el corazón de un Padre lleno de amor.
De este modo también podemos enfrentarnos sincera y abiertamente a nuestras debilidades y pecados, reconociéndolos y entregándoselos al Padre, que está siempre esperándonos. Después del horror que sentimos frente a nuestro pecado, y después del arrepentimiento, viene la certeza del perdón por parte de Aquel que nos ha comprado a precio de su sangre.
Además, en esta misma actitud podemos encontrarnos con las otras personas, sin relativizar sus pecados; ni tampoco, en el otro extremo, considerando que su vida ya está perdida. ¡Que el Espíritu Santo nos conceda la sabiduría para tratar con aquellos que están atados por el pecado, ayudándoles a hallar el camino hacia el perdón, que es el único que los hará libres!
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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