Mt 6,19-23
Jesús dijo a sus discípulos: “No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué grande será la oscuridad!”
¿Dónde está puesto nuestro corazón? ¿A quién le pertenece? ¿De qué está lleno?
Con preguntas tan sencillas, pero esenciales, el Señor puede conducirnos hacia aquel sendero espiritual que en realidad buscamos, si queremos seguirlo seriamente.
Son preguntas fundamentales, porque, como nos hacen ver todos los buenos maestros espirituales y la misma Escritura, el núcleo de toda nuestra maldad radica en el corazón. Como nos explica Jesús, no son las cosas externas las que nos hacen impuros; sino lo que sale de nuestro corazón (cf. Mt 15,17-19).
Entonces, estamos llamados a dejar que Dios purifique ese corazón, y a colaborar en ello. Por eso, las palabras que hoy escuchamos de boca del Señor, son un criterio para examinar una y otra vez nuestra vida interior. Así como hacemos un examen de conciencia antes de confesarnos, para evaluar en qué hemos pecado, así mismo debemos fijarnos sutilmente y cuestionarnos a qué sigue estando apegado nuestro corazón.
“Amontonad tesoros en el cielo”: He aquí también una clara y sencilla indicación para que nuestra vida sea fructífera. Conocemos aquella maravillosa frase de San Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor.”
Entonces, los verdaderos tesoros los acumulamos cuando amamos, cuando realmente hacemos el bien a las otras personas, cuando nuestro corazón se convierte en un corazón benévolo, que busca el bien para su prójimo. Esto no se reduce a un gesto ocasional ni a una limosna esporádica; sino que es una actitud básica de nuestro corazón, que va modelándose conforme al Corazón de Jesús.
En este contexto, resulta aún más evidente cuán necesario es que nuestro corazón sea purificado, porque esta benevolencia permanente del corazón, que refleja la actitud de Dios hacia nosotros, debe ser capaz incluso de amar al enemigo, como nos enseña el Señor (cf. Mt 5,44) y como habíamos meditado durante los últimos días. Esto no significa, de ningún modo, que podamos aprobar todo lo que hacen las otras personas, ni que debamos cerrar los ojos ante sus malos actos, o relativizarlos, o, en el peor de los casos, justificarlos. Más bien, quiere decir que podemos avanzar hacia el verdadero amor, que trata de ver a la persona en el amor del Señor y quiere para ella lo que es verdaderamente bueno.
Ahora bien, para poder reconocer lo que es verdaderamente bueno y esencial, es necesario que nosotros mismos no seamos ciegos. Así, la última parte de este corto pero tan significativo texto, nos advierte de la concupiscencia, que puede impedirnos reconocer lo que es verdaderamente bueno; y, más aún, puede ser un obstáculo para ponerlo en práctica. Mientras estemos dominados por nuestras apetencias, nuestro ojo estará enfermo y seremos esclavos de estas apetencias. Ellas nos atan a nosotros mismos, nos entretienen y no nos dejan estar totalmente libres para responder al llamado de Dios a vivir en el amor.
Podemos, entonces, resumir en pocas palabras cómo el evangelio de hoy nos conduce a un camino espiritual:
1. Acumulamos tesoros en el cielo cuando realizamos las obras de misericordia corporales y espirituales, cuando procuramos el verdadero bien de la otra persona y le servimos en el espíritu del Señor.
2. Para realizar estas buenas obras en la actitud adecuada, es necesario examinar una y otra vez nuestro corazón, cuestionándonos si ya se ha abierto plenamente al amor de Dios y dónde están sus apegos desordenados, y decidiéndonos a emprender el camino de la purificación del corazón.
3. El refrenar nuestras apetencias hace parte de la escuela básica de un auténtico camino espiritual y de la formación ascética de nuestra personalidad. Nos libera de nuestra ceguera y abre así nuestros ojos al verdadero amor, que viene a nuestro encuentro en Dios y que hemos de poner en práctica en el encuentro con el prójimo.