Todo el que permanece en él, no peca

1Jn 2,29–3,1-6 

Si sabéis que él es justo, reconoced que todo el que obra la justicia ha nacido de él.
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. 

Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro. Todo el que comete pecado comete también la iniquidad, pues el pecado es la iniquidad.  Y sabéis que él se manifestó para quitar los pecados y en él no hay pecado. Todo el que permanece en él, no peca. Todo el que peca, no le ha visto ni conocido. 

El terrible y mayor mal de este mundo es el pecado. Pecado significa separación de Dios y en este pasaje San Juan lo describe como “iniquidad”.

Dios nos dio los mandamientos para que tengamos una orientación clara sobre lo que corresponde a su santa Voluntad. En el fondo, cada pecado representa una rebelión contra Dios, aunque la persona no esté consciente de ello. Esta es la realidad objetiva, pero la cuestión subjetiva –es decir, el nivel de culpa que tenga la persona, es otro asunto. Por ejemplo, si ella no ha escuchado lo suficiente sobre la existencia del pecado y tiene, en consecuencia, una conciencia poco formada, entonces el grado de su culpa no puede ser el mismo que si se tratara de alguien que conoce muy bien los mandamientos divinos. De todos modos, en el plano objetivo el pecado será siempre una rebelión y un rechazo de Dios, y al mismo tiempo una vinculación con el mundo de la mentira.

Es importante que tengamos muy en claro cuán grave es el pecado, pues, de lo contrario, tampoco podremos comprender la verdadera misericordia de Dios ni lo que significa que Jesús haya venido para quitar el pecado del mundo. Si se trivializa o se relativiza el pecado, no podemos asimilar realmente el amor de Dios ni comprender el significado de la Redención.

En lugar de dejarnos a merced de la destrucción del pecado, Dios nos ofrece, por el perdón de los pecados, una vida nueva. El pecado con todos sus efectos destructivos ha de ser vencido por la gracia de Dios. Todas las estructuras de pecado que se hayan formado en nuestro interior necesitan ser tocadas por Él y trasladadas a la vida ordenada de la gracia. De este modo, nuestros pensamientos y sentimientos serán cada vez más conformes a Dios, y nos volveremos capaces de servir a Dios y a los hombres en su Espíritu.

“Ahora somos hijos de Dios”, nos dice el Apóstol Juan, pero nos espera una gloria aún mayor, que ahora todavía no se manifiesta. Esta gloria empieza a traslucir cuando comenzamos a vivir como hijos de Dios, cuando su Espíritu obra cada vez más en nosotros y nos va transformando. Entonces empieza a restablecerse en nosotros la imagen de Dios, y notamos cómo las virtudes pueden crecer, cómo nuestro interior se dirige cada vez más hacia el Señor, a pesar de todas las debilidades que aún nos quedan. Pero, ¿cómo seremos en la eternidad?

Podemos hacernos una idea cuando vemos a Nuestro Señor Jesucristo o a la Virgen María. En ella podemos constatar de forma especial cómo la gracia de Dios impregnó toda su vida. Si ya en su vida terrena irradiaba tanta luz, ¡cuánto más ahora, que vive en la gloria de la presencia de Dios!

También en los santos resplandece esta luz. Al fijarnos en ellos, podemos hacernos una idea de cómo Dios pensó al hombre y de la gloria que nos espera en la eternidad. ¡Podemos desde ya anhelarlo con inmensa alegría!

Si pudiéramos contemplar por un instante cómo seremos después de nuestra vida terrena (si la concluimos en la gracia de Dios), viviendo en la presencia del Señor, entonces nos quedaríamos llenos de asombro y ansiaríamos estar ahí cuanto antes. Este anhelo también nos ayudaría a recorrer nuestro camino con mayor fervor, porque –como dice San Pablo– “los sufrimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rom 8,18).

Desde esta perspectiva, se vuelve tanto más importante empezar a cooperar desde ya en nuestra transformación interior.

Con la gracia de Dios, debemos tratar de despojarnos de todas las obras de las tinieblas (Rom 13,13) y permitir que su gracia borre en nosotros los efectos del pecado. Entonces podremos ayudar a otras personas que todavía están cautivadas por el pecado y no se han encontrado con el amor de Dios, o al menos no lo han conocido lo suficiente.

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