Ez 34, 11-16
Así dice el Señor: “Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas. Las sacaré de en medio de los pueblos, las reuniré de los países, y las llevaré de nuevo a su suelo. Las pastorearé por los montes de Israel, por los barrancos y por todos los poblados de esta tierra.
“Las apacentaré en buenos pastos, y su majada estará en los montes de la excelsa Israel. Allí reposarán en buena majada; y pacerán pingües pastos por los montes de Israel. Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que está gorda y robusta la exterminaré: las pastorearé con justicia.”
Desde el Antiguo Testamento, Dios ha querido dar a entender a los hombres, a través de las más maravillosas comparaciones y obras, cuán grande es su amor por ellos. Pero entender esta verdad parece ser una de las cosas más difíciles para nosotros. Por eso, una y otra vez y de tantas maneras Dios intenta mostrarnos su amor, para invitarnos a vivir en él y encontrar en él nuestra seguridad. ¡Esta es también la gran invitación de la Solemnidad de hoy: descubrir una vez más que el Corazón de Jesús está encendido de amor por nosotros!
Sin embargo, no es que Dios esté cansado de insistir, y continúa haciéndolo tan solo por ‘razones terapéuticas’. ¡Todo lo contrario! Hace parte de su ser el declararnos su amor y mostrárnoslo, pues “Dios es amor” (1Jn 4,8). Normalmente debería ser lo más natural para nosotros y deberíamos tener la inconmovible convicción de su amor, pero lamentablemente muchas veces no es así. Probablemente aún hemos reconocido muy poco del amor de Dios, a pesar de que nos envuelve todo el tiempo.
Hoy el Señor se dirige a su pueblo con las más conmovedoras palabras, abajándose a lo que pueden entender desde su experiencia humana. La figura del pastor, que cuida amorosamente a su rebaño y que está en medio de sus ovejas, personifica la protección y la solicitud. Todo israelita sabe lo que significa ser un pastor bueno.
En las palabras del Señor se vislumbra ya la promesa de la venida de Jesús. Dios ya no solo envía mensajeros para llamar a su pueblo a la conversión, como lo hacía en la Antigua Alianza; sino que ahora viene Él mismo: “Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él.”
Sabemos que todas estas promesas se cumplen plenamente en Jesús. La obra no ha concluido aún, pero el Buen Pastor ya ha venido y reúne en torno a sí a las ovejas procedentes de todas las naciones. Todos aquellos que escuchan su voz y le siguen, encuentran alimento en abundancia. Así como Dios se ocupa de las necesidades del cuerpo, así también nutre abundantemente nuestra alma. Nos regala su palabra, los sacramentos, la oración y todo lo que necesitamos para nuestra vida espiritual.
La lectura de la Solemnidad de hoy nos muestra vívidamente el amor de Dios, y gracias a la fe, podemos reconocer que, efectivamente, lo que el profeta Ezequiel nos dice es una realidad. Nuestra respuesta correcta a este amor debería ser la de amar más y más a Dios y confiar plenamente en Él, sabiéndonos cada vez más amados por Él. Pero, puesto que nuestra vida no consiste únicamente en la relación con Dios, sino que se desarrolla también en relación con otras personas, la certeza de sabernos amados debería acrecentar en nosotros la preocupación por todas aquellas ovejas que el Señor sigue buscando.
Él nos hace partícipes de su misión, de modo que también a través nuestro sale en busca de aquellos que están extraviados y dispersos; de las ovejas perdidas y descarriadas, heridas y debilitadas; y también de aquellas que, aunque sean fuertes, necesitan ser protegidas.
La aplicación concreta de esta misión en nuestra vida dependerá de la vocación y la tarea que el Señor le ha encomendado a cada uno en particular, y del lugar donde Él nos ha puesto.
Si consideramos que toda la humanidad está llamada a ser la familia de Dios, entonces nuestro llamado a pastorear se extiende a todos los hombres. Por supuesto que, en la práctica, sólo podemos asumirlo en nuestro entorno; sin embargo, a nivel espiritual podemos asumir un servicio pastoral por todos los hombres, abarcándolos en nuestra oración y en una vida de entrega a Dios. A través de la oración podemos ir en busca de todas las ovejas perdidas, encomendándolas a la gracia de Dios. En la oración podemos inteceder por aquellos que están en tinieblas y no conocen aún la luz de Cristo. En la oración podemos ir tras aquellos que están en peligro de perderse y que divagan por la vida sin hallar su sentido.
El amor del Pastor divino puede marcar profundamente nuestro corazón, haciéndolo cada día más receptivo y más preocupado por buscar y servir a los pobres, a sus ovejas. De esta manera, nuestro corazón se hace semejante al Corazón de Jesús.