Mc 9,30-37
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; Él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo matarán, mas a los tres días de haber muerto resucitará.” Pero ellos, que no entendían sus palabras, tenían miedo de preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutíais por el camino?” Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.” Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo: “El que acoja a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino a Aquel que me ha enviado.”
Esta lección de nuestro Señor –que el que quiera ser el más grande sea el servidor de todos– ciertamente deleita nuestro espíritu y no nos cuesta darle la razón. Pero su aplicación concreta requiere de un largo camino y de la transformación interior de nuestro corazón. Además, es necesario comprender de forma adecuada lo que esta enseñanza significa.
No puede tratarse de un falso servilismo, que se pone al servicio de los demás para ser querido por ellos, para evitar tener problemas o movido por una falsa condescendencia. Antes bien, se trata de imitar el modo de Dios, de irnos asemejando cada vez más a Él en el camino de seguimiento del Señor.
En su grandeza, Dios se abajó a nosotros, los hombres, para ser uno de nosotros y redimir a la humanidad. Éste es un acto de suma dignidad, porque lo hace movido por amor verdadero. ¡Y a esta escuela de amor estamos llamados también nosotros! Es importante tener muy en claro esta diferenciación con respecto a la forma en que hemos de servir, porque la verdadera humildad ennoblece a la persona; mientras que la falsa humildad la denigra y le quita la libertad.
Se trata, entonces, del amor, y de ver en este amor a la persona que necesita de nuestra ayuda. Aprenderemos a mirarla con los ojos de Dios y a actuar a partir de esta perspectiva. Los ojos de Dios miran a la persona con bondad y misericordia, sin perder de vista la dimensión de la verdad. ¿Qué es lo que realmente necesita? ¿Qué es lo que le sirve para su salvación eterna? ¿Cómo podremos ayudarle a alcanzar su meta eterna, más allá de sus necesidades en el plano natural?
Entonces, hemos de ir adquiriendo esa actitud de servicio que surge de la relación con Dios. Cuanto más crezcamos en el amor y le demos espacio al Espíritu Santo en nuestro interior, tanto más podremos desplegar en nosotros esta actitud sobrenatural de servicio. Esto no descarta, de ningún modo, la disposición natural que podamos tener para servir, sino que la incluye. Sin embargo, las disposiciones naturales deben ser purificadas, pues suelen estar conectadas a las debilidades naturales, como por ejemplo: el buscar ser alabados y reconocidos, el esperar recompensa y agradecimiento, etc…
Si practicamos la actitud sobrenatural de servicio, nos iremos purificando más y más, y aprenderemos a servir sin esperar el agradecimiento de las personas; a servir en un creciente espíritu de amor desinteresado, que puede llegar hasta el punto de servir aun a los propios enemigos.
Hay un último aspecto sobre el servicio que el Señor nos muestra en la última frase del evangelio de hoy y que aparece también en el discurso del Juicio Final (cf. Mt 25,31-46): El servicio para con los pobres y débiles es un servicio a Dios mismo, especialmente cuando se trata de personas que no pueden darnos nada a cambio. Este servicio ennoblece al hombre y, si lo entendemos correctamente, veremos que es un gran honor poder servir así al Señor. Él mismo nos da la oportunidad de poner en práctica su Palabra, convirtiéndonos en servidores de todos y acogiendo a Dios mismo.