El permanecer en silencio ante el Señor Sacramentado, ya sea el Santísimo expuesto o en el Sagrario, tiene un gran efecto en la profundización de la oración. Por eso, en el marco de estas meditaciones sobre el tema de la oración, conviene que dediquemos dos días específicamente a la Adoración Eucarística.
Antes de entrar en materia, sólo una breve explicación para aquellos que no están familiarizados con la devoción católica. Los católicos creemos que, después de la transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo durante la Santa Misa, su presencia permanece en la santa hostia, aun cuando ha concluido la liturgia. Es por eso que los católicos hacemos una genuflexión (esto es, una reverencia) ante el Sagrario, donde se conservan las hostias consagradas.
Habiendo hecho esta aclaración, entremos en materia: Tal vez no siempre podemos percibir de forma palpable la eficacia de la presencia eucarística del Señor. En efecto, su presencia sacramental en la Eucaristía es una realidad que podemos contemplar únicamente con los ojos de la fe. Creemos que Jesús está ahí porque la Palabra de Dios y la Iglesia nos lo aseguran. Creemos, porque el pan y el vino, transformados en Carne y Sangre de Cristo durante la consagración, despiertan nuestra fe en Él. Con nuestros ojos exteriores no vemos más que una hostia blanca; con los ojos de la fe, en cambio, contemplamos la presencia misma del Señor.
¿Qué es lo que sucede en el interior del alma cuando permanecemos en la presencia del Señor?
Nosotros, los católicos, lo llamamos “comunión espiritual”. En ella, no acogemos físicamente la presencia del Señor en la santa hostia, como ocurre en la comunión sacramental; sino que lo recibimos directamente en nuestro espíritu. De esta manera, Dios se comunica suavemente a nuestra alma. Su presencia en la Santa Eucaristía es como una suave brisa que acaricia nuestra alma o como un agradable calor que va creando una relación cada vez más confiada.
Esta forma delicada cómo el Señor penetra en el alma nos recuerda a una frase de la Secuencia de Pentecostés: “Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.”
Al permanecer frecuentemente en silencio delante del Sagrario, nuestra alma se arraiga en el Señor y encuentra en Él su hogar. El anhelo de su presencia crece cada vez más. Puesto que nuestra vida espiritual es un progresivo “retorno a casa”, al Corazón del Padre, la Adoración Eucarística será un excelente medio espiritual para crecer en el amor, siendo una prolongación de la comunión sacramental.
Estando tan directamente en la presencia de Dios, nosotros somos, ante todo, los receptores. Así es en el tiempo y así será en la eternidad. Por eso, cuando permanecemos en silencio ante el Señor en el Sagrario o ante el Santísimo expuesto, encontramos cada vez más la serenidad interior y nuestro refugio. Y esto, en medio del ajetreo del mundo, es de suma importancia para nuestras almas. La oración no debe convertírsenos en una obligación pesada, a la cual tenemos que someternos a la fuerza; sino que ha de ser un anticipo del cielo.
El que empiece a frecuentar la Adoración eucarística, se dará cuenta de que se le convierte en una creciente necesidad interior, en el pan espiritual cotidiano, que nos recuerda lo más importante; a saber, permanecer junto al Señor.
Y para Dios mismo es una maravillosa posibilidad de comunicársenos, de poner su morada en nosotros, para colmarnos con su presencia.