Mt 5,43-48
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los paganos? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre del Cielo.”
El evangelio de hoy vuelve a tematizar el amor a los enemigos. Éste es, de hecho, el grado superior en la “escuela de Dios”, porque nos presenta una realidad totalmente distinta a la que estamos habituados en una vida meramente natural. Nos encontramos aquí con la realidad de Dios: ¡Así es Dios!
En estos ejemplos de cómo tratar a los enemigos, el Señor establece un estándar evidentemente sobrenatural. Por eso, no es de sorprender que relacione precisamente el amor a los enemigos con la exhortación a ser perfectos como nuestro Padre Celestial.
Con estas palabras –“sed perfectos como el Padre del Cielo”– somos enviados a emprender decididamente el camino de la santidad. Nuestra medida no puede ser la que suele aplicarse en el mundo. ¡No! Nuestra medida es la forma de ser y actuar de Dios mismo, la cual ha de desplegarse en nosotros. Y efectivamente: a través del Espíritu Santo aprendemos a pensar como Dios piensa y actuar como Él actúa; es decir, a amar como Él.
Ahora bien, ¿cómo podremos alcanzar tales alturas?
Digamos las cosas como son: ¡Es imposible lograrlo por nosotros mismos! Somos realistas si nos presentamos ante el Señor y le decimos: “Señor, para nosotros es imposible”. Muchas veces fracasamos ya en los primeros intentos y esfuerzos por recorrer el camino de la santidad, y fácilmente nos desanimamos. Puede suceder que entonces, resignados, prefiramos quedarnos con ciertas prácticas religiosas y nos esforcemos por no violar los mandamientos de Dios. Pero perdemos de vista que estamos llamados a dar fruto “al ciento por uno” (cf. Mc 4,20). Quizá sigamos procurando producir “algún fruto”, o nos contentemos con el “sesenta” o al menos con el “treinta”… A fin de cuentas –podríamos pensar– lo más importante es que no enterremos nuestro talento bajo tierra (cf. Mt 25,24-28).
¡Pero así no debería ser! No es esto lo que el Señor nos dice al exhortarnos a la perfección. ¡Y si Él nos llama a tales alturas, también nos dará la gracia para alcanzarlas! Quizá ahí radica nuestro problema… Posiblemente nos fijamos demasiado en nuestros propios esfuerzos, y por eso experimentamos una y otra vez nuestras limitaciones y derrotas.
¡Pero el camino de la santidad ha de recorrerse con la mirada puesta en Dios! Es Él quien nos llama a la santidad, de modo que podemos pedirle a Él todas las gracias que necesitamos para este camino, y contar con ellas. Nuestras “derrotas” no deben ser motivo para tirar la toalla. Antes bien, deberían ser como “aguijones” (cf. 2Cor 12,7) que nos muevan a abandonarnos cada vez más en el Señor y no en nosotros mismos. En el “Mensaje del Padre” a Sor Eugenia Ravasio, que he citado muchas veces, dice que después de comulgar, por ejemplo, podemos pedirle a nuestro Padre Celestial que nos conceda todo lo que nos hace falta en virtudes.
Cada vez que nos choquemos con nuestros límites y nuestra voluntad no sea lo suficientemente fuerte; siempre que nos veamos impedidos por sentimientos, ataduras, carencias de libertad y malas inclinaciones, hemos de dirigirnos a Dios: “Si Tú, Señor, me has llamado a vivir en santidad, ¡por favor ayúdame a dar el próximo paso!”
Este punto es importante… Tenemos un camino por recorrer. Una inmensa ayuda y apoyo en este caminar es la Virgen María. En nuestra comunidad, rezamos cada mañana al comienzo de nuestro tiempo de adoración en silencio, después del Ángelus, una oración a la Virgen en la que le pedimos: “…guíanos por el sendero de la santidad.”
Hay etapas en el camino de seguimiento de Cristo en las cuales podemos dar grandes pasos. ¡Son momentos especiales de gracia! Sin embargo, por lo general lo que nos hará crecer es el camino de todos los días y la fidelidad cotidiana. En la medida en que hagamos nuestro corazón más receptivo a la presencia de Dios, su gracia podrá actuar en nosotros. Será importante prestar atención a la guía sutil del Espíritu Santo, que nos irá formando y modelando en este camino.
Nunca olvidemos que es el Señor quien nos guía; es el Señor quien nos llama; es el Señor quien nos da la gracia; es el Señor quien es la bondad en sí misma y la fuente de toda santidad (cf. Mc 10,18). Por eso, en todas las situaciones hemos de dirigirnos a Él, cuando tengamos la impresión de que no estamos avanzando. ¡Él nos responderá y nos enseñará el siguiente paso a dar! Cuando cobremos consciencia de ello, crecerán nuestras “alas de confianza” y nuestros pasos se harán más ágiles.
Puesto que el amor es el supremo bien, podemos pedirle a Dios con insistencia que nos haga crecer en el amor: “Señor, queremos amar como Tú y nada menos que eso. Para ello, Tú mismo tienes que darnos tu Corazón; de lo contrario, será imposible.” ¡Una oración tal le agradará mucho al Señor!