Sab 9,13-18
¿Qué hombre conocerá el designio de Dios?, o ¿quién puede considerar lo que el Señor quiere? Los pensamientos de los mortales son frágiles e inseguros nuestros razonamientos,
porque el cuerpo mortal oprime el alma y la tienda terrenal abruma la mente reflexiva.
Si apenas vislumbramos lo que hay sobre la tierra y con fatiga descubrimos lo que está a nuestro alcance, ¿quién rastreará lo que está en el cielo?, ¿quién conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría y le envías tu santo espíritu desde lo alto?
Así se enderezaron las sendas de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada y se salvaron por la sabiduría.
La lectura de hoy puede llevarnos a una verdadera actitud de humildad. Nosotros, los hombres, fácilmente nos vemos tentados a sobrevalorar nuestros conocimientos y capacidades naturales. Cuando los demás nos elogian por nuestros dones, tenemos que estar vigilantes para no enorgullecernos; y, al contrario, atribuírselos a Aquel que nos los ha concedido.
Para ello, nos ayudará recordar las palabras del Libro de la Sabiduría que hoy escuchamos: “Los pensamientos de los mortales son frágiles e inseguros nuestros razonamientos”, así como también estas otras palabras de San Pablo: “El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad para él y no puede conocerlas” (1Cor 2,14).
Ciertamente tales afirmaciones no pretenden menospreciar los dones naturales de Dios –como por ejemplo el intelecto–, pues éstos son un gran regalo, así como lo es todo aquello que recibimos de nuestro Padre Celestial. Sin embargo, es necesario considerar nuestro limitado conocimiento natural en proporción a la infinita sabiduría de Dios.
Además, hay que tener presente que nuestro entendimiento quedó empañado por el pecado original, y la afirmación de que “apenas vislumbramos lo que hay sobre la tierra y con fatiga descubrimos lo que está a nuestro alcance” nos da la visión correcta sobre la limitación de nuestro pensamiento humano. A continuación, la lectura nos da a entender claramente que hace falta otro tipo de sabiduría para entender correctamente las realidades terrenales y, mucho más aún, para comprender los pensamientos del Señor.
El Papa Benedicto XVI hablaba frecuentemente de la “razón iluminada por la fe”, poniendo énfasis en que nuestro entendimiento natural requiere de la luz del Espíritu Santo.
En efecto, Dios nos ofrece esta posibilidad, y ésta se hace realidad cuando nos abrimos al actuar del Espíritu Santo. Es Él quien nos guía hacia la verdad plena (Jn 16,13). Sobre todo, nos instruye sobre las cosas divinas y nos abre un acceso para entenderlas desde dentro. El Espíritu Santo siempre nos enseñará a ver a Dios como razón última de todo cuanto existe, y a través de esta certeza fundamental nos da una gran sabiduría.
Pero no se trata sólo de un conocimiento teórico; sino que esta certeza despertará en el corazón una profunda gratitud y lo moverá a alabar la bondad de Dios. He aquí la señal inequívoca de que es el Espíritu Santo quien comunica este conocimiento al alma, pues Él, siendo el amor entre el Padre y el Hijo, siempre llevará a glorificar y amar a Dios.
Una conclusión del entendimiento meramente natural no siempre suscita de por sí esta gratitud y amor al Creador, al Dador de todos los dones, por contradictorio que esto sea. Se podría decir que la razón no penetra hasta la realidad en su plenitud y, cuando no está iluminada por la fe, permanece a oscuras, especialmente en lo que refiere al conocimiento de Dios. Más aún, el entendimiento puede ser inducido a error y caer en engaño cuando le falta la luz de Dios.
No sucede así cuando el Espíritu Santo nos ilumina. El séptimo de sus dones es el de la sabiduría, que es un “delicioso conocimiento” del Señor y de las realidades divinas, porque es el amor el que ilumina nuestro corazón. Y ya en las cosas más sencillas puede hacerse eficaz. Por ejemplo, cuando recibimos de las manos del Señor el día que inicia y le alabamos por ese nuevo día, la sabiduría está ya actuando y la encontramos “sentada a nuestra puerta” (Sab 6,14). Así, con un acto tan sencillo podemos llegar a profundas conclusiones:
- Hoy es el día del Señor, previsto por Él desde toda la eternidad.
- Nosotros recibimos este día de la mano de Dios.
- Dios nos ofrece este día para nuestra salvación, para que podamos servirle.
- Dios nos concederá todas las gracias para que este día sea fecundo.
- Este día es un paso más hacia la eternidad.
Podríamos añadir muchas otras cosas más, que nos hacen descubrir la luz de Dios en nuestras vidas. A través de la sabiduría, muchas realidades pueden transformarse. El cuerpo mortal –que, como dice la lectura de hoy, “oprime el alma”– es refrenado por el espíritu, para que ya no abruma de la misma manera al alma. También el entendimiento, agobiado por muchas preocupaciones, experimenta alivio cuando, conforme al consejo de Jesús, nos preocupamos por la única cosa que es necesaria (cf. Lc 10,42).
Jamás podremos agradecer lo suficiente al Señor por todo el bien que ha hecho y sigue haciendo día a día por nosotros, los hombres. Como personas de fe, sabemos que todo se lo debemos a Él, y hemos de interiorizarlo cada vez más. Esta certeza ha de preservarnos de toda soberbia, y así podremos alabar la sabiduría de Dios con las palabras de la lectura de hoy:
“¿Quién conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría y le envías tu santo espíritu desde lo alto? Así se enderezaron las sendas de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada y se salvaron por la sabiduría.”