Ef 2,1-10
Hermanos: vosotros estabais muertos a causa de vuestros delitos y pecados, en los cuales vivisteis en otro tiempo según el proceder de este mundo, según el príncipe del imperio del aire, el espíritu que actúa en los rebeldes… entre ellos vivíamos también todos nosotros en otro tiempo, sujetos a las concupiscencias y apetencias de nuestra naturaleza humana, y a los malos pensamientos, de manera que por nuestra condición estábamos condenados a la ira, igual que los demás. Pero Dios, rico en misericordia, movido por el gran amor que nos tenía, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados–, y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús.
De este modo, puso de manifiesto en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Así pues, por gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto no procede de vosotros, puesto que es un don de Dios: es decir, no procede de las obras, para que nadie se gloríe, ya que somos hechura suya, creados en Cristo Jesús, para hacer las obras buenas, que Dios había preparado para que las practicáramos.
Por su bondad y su gracia, el Señor transforma nuestra condición, y de haber sido “condenados a la ira” pasamos a ser hijos suyos que responden a su amor, verdaderos hijos de Dios. Éstos ya no son hermanos según la sangre; sino que vuelven a nacer “del agua y del Espíritu” (cf. Jn 3,5-6). Caín y Abel eran hermanos según la sangre (cf. Gen 4,1-10), y su dramática historia se repite en el transcurso de la humanidad. El hombre puede incluso convertirse en asesino de su hermano. El derramamiento de sangre sigue existiendo hasta nuestros días. La única y verdadera esperanza para la humanidad –que, como muestra su historia llena de sufrimiento, no mejora por sí misma– es la misericordia de Dios, su infinita paciencia, el sacrificio de Jesús en la Cruz, que redime a los “condenados a la ira”.
Mientras la humanidad no haya aceptado al Señor como Salvador, tampoco podrá asimilar debidamente el amor de Dios. Si bien este amor se dirige a todas sus criaturas y las busca constantemente para traerlas de vuelta a casa, éstas permanecen bajo el dominio de aquel espíritu que es el “príncipe del imperio del aire”, cuando “viven sujetas a las concupiscencias y apetencias de nuestra naturaleza y a los malos pensamientos”.
Frente a esta descripción realista de la situación metafísica del hombre terrenal, resplandece la brillante luz de Dios: “Pero Dios, rico en misericordia, movido por el gran amor que nos tenía, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (…). Pues habéis sido salvados gratuitamente, mediante la fe. Es decir, que esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe.”
Estas palabras nos sitúan en la realidad de nuestra existencia. Nosotros mismos no podemos redimirnos; y ningúna institución, ni partidos, ni gobiernos, ni otras religiones, ni todos los esfuerzos humanos podrán crear un mundo mejor. Todo ha de ser impregnado por la gracia de Dios y tocado por Cristo. Así lo dispuso Dios, y Él nos ofrece este encuentro con Cristo como un regalo, abriéndonos a través suyo el acceso a la sobreabundante riqueza de su gracia.
De ello se deduce que hay una esencial diferencia entre seguir viviendo como “condenados a la ira” bajo el influjo del espíritu del mal, o permitir que la gracia de Dios impere en nosotros, de modo que el Señor pueda ejercer su reinado de amor en la vida de cada uno en particular. Pero, para que nadie se vanagloríe, el Apóstol añade que es un don gratuito, un regalo, que no hemos obtenido en función de nuestras obras. Por tanto, si tenemos la verdadera fe, ¡lejos de nosotros toda soberbia! Además, debemos siempre tener presente que, incluso siendo “hijos de la luz” (cf. Ef 5,8), podemos mostrarnos indignos de nuestra vocación y volver a alejarnos de Dios.
Pero, por otra parte, sería falsa humildad dejar de testificar que sólo a través de Cristo puede llegar la verdadera paz. También sería falsa humildad situar la fe cristiana a un mismo nivel con las otras religiones, perdiendo así de vista la verdadera salvación que sólo viene de Él.
Antes bien, hemos sido “creados en Cristo Jesús para que hagamos buenas obras, que de antemano dispuso Dios que practicáramos.” Como hombres redimidos, estamos llamados a apoyar nuestro oído sobre el Corazón de Dios, para escuchar atentamente qué es lo que debemos hacer día a día. ¡Que el Espíritu Santo nos disponga a cumplir la Voluntad de Dios de buena gana, inmediata y enteramente, tal como lo hacen los santos ángeles!
A través de nuestra palabra, de la transformación de nuestro corazón conforme al de Jesús, y de “las buenas obras que Dios puso que practicáramos”, podemos cooperar en la edificación del Reino de Dios, en el que Nuestro Señor ejerce su dominio de amor junto con la Reina de los corazones, nuestra Madre María. A este Reino, que no es hechura de manos humanas, están llamados todos los hombres.