St 1,1-11
Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, saluda a las doce tribus de la Dispersión. Hermanos míos, sentíos realmente dichosos cuando os veáis rodeados por toda clase de pruebas, pues sabéis que la calidad probada de vuestra fe produce paciencia. Pero la paciencia ha de culminar en una obra perfecta, para que seáis perfectos e íntegros, sin que dejéis nada que desear.
Si alguno de vosotros carece de sabiduría, que la pida a Dios. Seguro que se la concederá, pues Dios da a todos generosamente, y sin echarlo en cara. Pero que la pida con fe, sin titubear, porque el que titubea es semejante al oleaje del mar, agitado por el viento y zarandeado de una a otra parte. Que no piense recibir cosa alguna del Señor un hombre así, irresoluto e inconstante en todos sus caminos. Que el hermano de condición humilde se sienta orgulloso en su exaltación; y el rico, en su humillación, porque pasará como flor de hierba. Cuando sale el sol con fuerza, seca la hierba y su flor cae, y se pierde su hermosa apariencia. Así también el rico se marchita en plenos proyectos.
En este pasaje bíblico, de nuevo se nos habla esencialmente de la fe; o más bien de las dudas que se oponen a ella.
La duda es, en efecto, una profunda indecisión; una reserva para entregarse completamente a Dios. Y esta duda puede crecer, de manera que va influenciando todos nuestros pensamientos y nuestro ser. Si no se le pone un alto a la duda, la realidad de la fe se disipará como en una niebla; y en primer plano se pondrán las objeciones y los ‘peros’. ¡Cada vez se vuelve más difícil tomar decisiones claras! La persona titubeante –es decir, aquella que duda– está como ausente; su corazón no está bien despierto; su fe no es para ella una realidad potente que envuelve y penetra toda su vida…
Se trata de un estado deplorable, que afecta en el camino hacia Dios, como describe el Apóstol Santiago en su carta. Por eso, es fundamental que inmediatamente se ofrezca resistencia a las dudas que conciernen a la fe. Por medio de la fe, nos aferramos firmemente a Dios, sin permitir que la duda penetre y corroa el ámbito de los sentimientos y pensamientos.
Las dudas son tentaciones que el Señor permite para fortalecer la paciencia en el camino de la fe, como dice la lectura de hoy. Si, oponiéndonos a las dudas, nos abandonamos enteramente a Dios, nuestra fe se fortalece. Cuando nos ataquen las dudas, podemos decir, por ejemplo: “Señor, yo te creo, porque Tú lo dijiste.” Con ello, estamos haciendo un acto de la voluntad, aun sin tener sentimientos religiosos elevados y sin sentir la presencia de Dios en nuestro interior. Pero precisamente en estos “actos de fe a secas”, en contra de los ataques de la duda, crecemos espiritualmente, porque ya no somos como “el oleaje del mar, agitado por el viento y zarandeado de una a otra parte”.
Es importante resistir inmediatamente a la duda, especialmente si ataca cuestiones de fe, por ejemplo, la certeza de que Dios nos ama, de que Él es compasivo con nosotros, etc. No tiene sentido que empecemos a discutir con la duda, tratando de recoger argumentos en su contra. ¡Es mejor que la rechacemos contundentemente y nos dirijamos a Dios! Es similar a lo que debemos hacer frente a las tentaciones del Diablo. Con él, nunca debemos entrar en discusión; sino solamente huir o ahuyentarlo. Recordemos lo que le pasó a la mujer en el Paraíso, que debió haber cortado el diálogo con la serpiente, en vez de seguirle el hilo (cf. Gen 3).
Pidámosle al Señor la valentía y la sabiduría para resistir a las dudas y recordemos que Dios se vale de las tentaciones, por más pesadas e incómodas que sean, para formar a los suyos según su voluntad y hacerlos perseverantes en el bien, pues “la paciencia ha de culminar en una obra perfecta, para que seáis perfectos e íntegros, sin que dejéis nada que desear”.