Rom 5,6-11
En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos. Y pensemos que difícilmente habrá alguien que muera por un justo –tal vez por un hombre de bien se atrevería uno a morir–.
Así que la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón ahora, justificados por su sangre, nos pondrá él a salvo de la ira divina! Si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, nos salvará mediante su vida! Y no sólo eso, pues también nos gloriamos en Dios mediante nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.
Ya ahora somos personas redimidas, si tan sólo aceptamos el don de la reconciliación por medio de Jesucristo.
Hoy nos fijamos particularmente en el amor de nuestro Redentor, destacando la afirmación de San Pablo de que el Señor dio su vida por nosotros cuando aún estábamos alejados de Dios y éramos débiles y pecadores. Dios quiere vencer nuestra enemistad a través de su amor. Desde fuera, el Crucificado era visto como un enemigo del género humano, que debía morir por su propia culpa. Pero, en realidad, Él cargó con los pecados de la humanidad y justificó por su sangre a aquellos que aceptarían el don de la salvación.
Así nos queda claro por qué, estando en la escuela del Señor, debemos aprender a amar a los pecadores, rezar por los enemigos y estar siempre dispuestos a perdonar. Cada persona tiene la posibilidad de convertirse hasta la hora de su muerte. En su último suspiro puede todavía arrepentirse e invocar el nombre del Señor. El amor de Dios por su criatura y su deseo de elevarla a ser hija suya es tan grande que la sigue hasta las últimas profundidades. Si nos llena el Espíritu de Dios, será Él mismo en nosotros quien busque al pecador para que se salve a través de la muerte de Cristo.
Reflexionemos un momento lo que significa que una persona se condene, porque el infierno es una realidad. Además de ser un dogma de nuestra fe católica, ha habido personas, como los niños de Fátima, que tuvieron visiones en las que vieron los horrores del infierno. Es una gran ligereza e imprudencia pretender basarse en la misericordia de Dios para afirmar que el infierno no existe o que está prácticamente vacío. El infierno, como lugar de condenación y de eterna separación de Dios, es un misterio tan espantoso, que motivó a los niños de Fátima a rezar y sacrificarse incansablemente por los pecadores.
Es importante que todos estemos conscientes de esta terrible realidad, para vivir con vigilancia y estar dispuestos a interceder por los demás, especialmente por aquellos que parecen estar alejados de Dios. El amor del Señor es firme y leal; pero somos nosotros quienes podemos desviarnos del camino y perdernos.
Por otra parte, gracias a la fe podemos poner nuestra confianza en el amor de Dios. Por eso la lectura de hoy alaba la obra salvífica de Dios en Jesucristo. De algún modo, podemos decir que es difícil condenarse, si consideramos el infinito amor de Dios, que recurre a todas las posibilidades para conducirnos a su Reino. Esta certeza acrecienta nuestra confianza. Por eso es importantísimo que nos aferremos a su amor y que aprovechemos todas las ayudas que Dios nos ofrece a través de su Iglesia para este arduo camino que tenemos que recorrer hacia la eternidad.
Es necesario que haya un sano equilibrio en el anuncio del evangelio. No se debe enfatizar unilateralmente la pecaminosidad del hombre, pero tampoco caer en aquella tendencia moderna que sugiere que la misericordia de Dios prácticamente pasa por alto el pecado y que no es necesario convertirse. ¡Esto sería un dramático malentendido! Dios siempre nos llama a la conversión. Para ello, también es necesario que conozcamos y percibamos el abismo del pecado con sus terribles consecuencias. Sobre este trasfondo, brilla aún más intensamente la verdadera misericordia de Dios, que en Cristo triunfó sobre el juicio. Así, podemos escuchar con alegría las últimas palabras del texto bíblico de hoy: “Nos gloriamos en Dios mediante nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación”.