Quien ama a Dios, que ame también a su hermano

1Jn 4,17-21

En esto alcanza el amor su perfección en nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio, porque tal como es él, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en el amor. Nosotros amamos, porque Él nos amó primero. Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, que ame también a su hermano.

Cuando acogemos el amor de Dios, su Espíritu puede establecer su morada en nuestro corazón. En efecto, Él es el amor de Dios derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5). Él esparce en nuestro interior su belleza, su calidez y su luz brillante. Puesto que el amor quiere reinar en nosotros, se pone inmediatamente «manos a la obra». Si cooperamos con su obra, empezará a iluminar las sombras de nuestra alma, invitándonos a seguir sus impulsos y a desprendernos de todo aquello que es contrario al amor. En la mística cristiana, este proceso se denomina «vía purgativa»[1].

Lo decisivo es que aprendamos a permanecer constantemente en el amor para que éste pueda crecer. Si no lo cultivamos, puede suceder que se enfríe. En cambio, si escuchamos al Espíritu Santo, Él siempre nos inducirá hacia las obras del amor y nos animará a seguir trabajando en nuestro corazón, de manera que su presencia encuentre cada vez más cabida en nosotros.

El trabajo en nuestro propio corazón tiene un valor inestimable. El P. Lallement, un maestro espiritual jesuita del siglo XVI, llegó a decir que «si logramos superar nuestro defecto dominante, habremos hecho más que si edificamos una obra apostólica». La seriedad espiritual contenida en estas palabras es evidente. Por tanto, en la medida de lo posible, hemos de deshacernos, con la ayuda de Dios, de todo aquello que obstaculiza el crecimiento del amor y, por ende, su fecundidad.

Si el amor crece en nuestro corazón, iremos perdiendo el falso temor que podemos albergar hacia Dios. La confianza se habrá consolidado, la naturalidad del amor nos habrá dado seguridad y nos habremos convencido de que el corazón amoroso de Dios está siempre abierto de par en par para nosotros. Nos hemos encontrado frecuentemente con su paciencia y su misericordia, y hemos experimentado una y otra vez su mano salvadora y su sabia guía. Así, ya no esperamos el castigo de Dios, sino que nos alegramos de estar con Él en la eternidad.

Esto no significa que podamos volvernos frívolos en nuestro trato con el Señor y con el prójimo, meciéndonos en una falsa seguridad. La Sagrada Escritura nos exhorta: «El que piense estar en pie, que tenga cuidado de no caer» (1Cor 10,12). Sin embargo, las palabras de san Juan nos dan esperanza: «En esto alcanza el amor su perfección en nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio».

La confianza en el día del Juicio, libre de optimismo humano, ligereza o incluso soberbia, es fruto de la obra del Espíritu Santo en nosotros, que nos lleva a estar seguros de la bondad de Dios. Esta certeza ilumina nuestra vida y le da un claro objetivo, al tiempo que nos anima a poner en práctica todas las obras que dan testimonio del amor de Dios por los hombres. Pero también nos lleva a ser conscientes de que debemos preservar esta obra divina en nosotros y esforzarnos por responder cada vez con más sutileza a la voluntad de Dios. Por tanto, nos mantiene vigilantes en relación con nuestra propia vida espiritual y, más aún, con todas las ocasiones que Dios nos concede para poner en práctica y demostrar el amor.

En la Primera Carta de San Juan se hace referencia una y otra vez al amor al hermano. Éste es, por así decirlo, la prueba en la que se muestra si el amor de Dios verdaderamente habita en nosotros. El Apóstol lo sintetiza con estas claras palabras: «Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve».

De ahí se deriva la conclusión inevitable de que «quien ama a Dios, que ame también a su hermano».

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Meditación sobre la lectura del día (Memoria de los santos ángeles custodios): https://es.elijamission.net/obedecer-al-angel/

Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/los-ninos-y-los-angeles/

[1] En los “3 Minutos para Abbá” del 25 al 27 de septiembre abordé brevemente las tres “vías” del camino espiritual, basándome en una oración de San Nicolás de Flüe:

  1. Vía purgativa: https://es.elijamission.net/privame-de-todo-lo-que-me-aleja-de-ti/
  2. Vía iluminativa: https://es.elijamission.net/dame-todo-lo-que-me-acerca-a-ti/
  3. Vía unitiva: https://es.elijamission.net/haz-que-ya-no-sea-mio-sino-todo-tuyo/

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