La mejor preparación para la oración, que al mismo tiempo es su fruto, es el enfoque de nuestra vida en Dios. Esto significa, en primera instancia, vivir en estado de gracia; es decir, en conformidad con la voluntad divina.
Sólo bajo esta condición la oración podrá ser profundamente eficaz y Dios podrá penetrar en nuestro corazón. Nosotros, por nuestra parte, nos volveremos cada vez más capaces de escuchar a Dios, de entenderlo y buscarlo entrañablemente.
No habrá que empezar cada vez quitando obstáculos fundamentales, que impiden el intercambio con Dios.
La comunicación con Dios es una necesidad del alma.
Básicamente se puede hablar siempre con el Señor, elevando el corazón a Él. Esto cuenta también para las personas que viven en el mundo. Pueden, por ejemplo, pronunciar breves jaculatorias, pensar en Dios, dedicarle a Él conscientemente su trabajo cotidiano, etc… Aunque debería resultarnos lo más natural hablar con Dios, así como lo hace un niño con sus padres, no es fácil para nosotros llevar una vida de oración buena y constante. Para lograrlo, será de gran ayuda el silencio.
Recogimiento y silencio
No en vano los maestros de la vida espiritual insisten en que el recogimiento y el silencio forman parte de la oración. El hombre tiende a dejarse absorber por las actividades exteriores de la vida, con lo que se debilita su capacidad de concentración en los contenidos intelectuales y espirituales.
Sin embargo, dado que la vida de oración no consiste tanto en hablar cuanto en escuchar y recibir, es importante ordenar los pensamientos y sentimientos, y centrar la atención en Dios, en las palabras de la Sagrada Escritura, etc. Nuestra naturaleza caída tiende a la dispersión y cuesta esfuerzo entrar en el recogimiento del espíritu, para dirigir la atención a una persona u objeto determinado.
Muy cerca de una de las casas de nuestra comunidad en Alemania se encuentra el Monasterio Benedictino de Beuron. Antes de la Santa Misa, los monjes se recogen en el silencio y luego entran juntos a la Iglesia. Este silencio y esta espera antes de entrar en el Recinto Sacro, preparan de forma especial al alma y centran su atención en aquello que está por venir. El silencio en el que permanecen los monjes se hace claramente palpable en todo el templo y genera un ambiente de atención espiritual. En directo contraste está todo tipo de palabrería innecesaria en la Iglesia, que destruye el santo silencio.
En el epílogo de su libro “La fuerza del silencio”, el Cardenal Sarah escribe:
“Desde tiempos antiguos, el silencio es considerado como un baluarte de lo inocente, como un escudo contra las tentaciones y una fecunda fuente de recogimiento. El silencio favorece la oración, porque despierta buenos pensamientos en nuestro corazón. Según San Bernardo, el silencio le ayuda al alma a pensar más en Dios y en la realidad del cielo. Por esta sencilla razón, todos los santos amaron ardientemente el silencio.”
También la serena repetición de ciertas oraciones, como el Santo Rosario o las jaculatorias, ayuda a entrar en este recogimiento y concentración interior, pues a través de ellas el alma puede enfocarse en la única cosa que es necesaria (Lc 10,42), y el espíritu, a menudo disperso, aprende a centrarse exclusivamente en Dios.
Pero incluso fuera del servicio litúrgico y de un recinto sacro, podemos fomentar actitudes que serán muy favorables para la oración.
Los momentos contemplativos
Para aumentar nuestra capacidad de recogimiento y facilitar la contemplación (que es aquella oración interior en la que Dios va actuando cada vez más como el ‘dador’, mientras que el hombre es el ‘receptor’ y el oyente), es importante y aconsejable que aprovechemos también las circunstancias naturales para el recogimiento.
Así, una preciosa pieza musical, un bello paisaje u otro acontecimiento pueden recoger nuestros sentidos, y nuestra reacción correcta es dar cabida a este momento de recogimiento y sumergirnos en aquella impresión que recibimos en nuestra alma, acogiéndola como un regalo. Estas experiencias nos tocan más profundamente de lo que podría hacerlo una mera descripción; de manera que podemos hablar de una especie de “contemplación a nivel natural”.
Nuestra capacidad de conmoción y de asombro ante los verdaderos valores, tiene como última meta a Dios mismo, y, al acogerlos, estamos dando una respuesta de amor. Valores como la belleza de la Creación pueden evocar en nuestra alma un verdadero asombro y a veces incluso una especie de arrebato. ¡Aquellos momentos son inolvidables!
Por ejemplo, hace algún tiempo pude contemplar la belleza de un paisaje que no parecía ya de este mundo: los árboles en el bosque recubiertos de una nieve fresca y el sol resplandeciente que parecía transfigurarlo todo… Son esos regalos inesperados del Señor, que nos invitan a alabarlo y a darle gracias. Al mismo tiempo, estos momentos preparan nuestra alma para que ella sepa acoger en actitud contemplativa también los dones sobrenaturales.
Un valor particular tiene la conmoción que experimentamos ante el amor de Jesús, ante la Palabra de Dios, ante la santa comunión, la liturgia o cualquier otro encuentro directo con el amor de Dios, en sus diversas formas de manifestarse. Estas experiencias despiertan nuestra capacidad de asombro; un asombro reverente y amante. Y si vamos adquiriendo esta actitud contemplativa, haciéndonos cada vez más receptivos a los dones de Dios, ésta se extenderá a todos los campos de nuestra vida, de manera que descubrimos cada vez más la presencia de Dios. ¡Así es como la oración va impregnando toda nuestra vida!