Para las tres Personas de la Santísima Trinidad, es una alegría estar con nosotros, más aun, morar en nosotros e iluminarnos con su luz divina. Esto cuenta también para el Espíritu Santo, que nos concede sus siete dones para guiarnos por el camino de la santidad.
Si seguimos su guía, los frutos del Espíritu Santo crecerán en nuestra vida y nuestro Padre se complacerá sobremanera en ellos. Sólo tenemos que imaginarnos cuán maravilloso es para nosotros mismos encontrarnos con alguien en quien han madurado los frutos del Espíritu Santo. “Los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia” (Gal 5,22-23).
Así es como Dios quiere ver nuestra vida, porque entonces su imagen se restituye en nosotros en toda su belleza y dignidad y nos volvemos semejantes a Él.
Ahora bien, el Espíritu Santo no descansa y hace todo lo posible para que esa transformación se produzca en todos los hombres. Para ello, guía y fortalece a los Apóstoles para llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Esta tarea sigue siendo necesaria en el tiempo presente, porque aún no ha llegado a término la hora de la gracia, en la que el mayor número posible de personas ha de encontrar el camino de regreso a la Casa del Padre.
Pero el Espíritu Santo no sólo se encarga de que el mensaje del Evangelio llegue a las personas, sino que las guía por el camino interior para que crezcan y maduren espiritualmente, porque nuestro Padre Celestial tiene un plan de salvación para cada persona en particular. El Paráclito quiere que este plan se haga realidad en nosotros, pues Él –al igual que Jesús– glorifica al Padre, quien lo envió junto con el Hijo.
De este modo, el Espíritu Santo se muestra como el Amigo Divino de toda la humanidad y como el Amigo personal de cada alma. Él permanece siempre con nosotros, derramando su luz en nuestro corazón, levantándonos y fortaleciéndonos, como vimos en las meditaciones de la Secuencia de Pentecostés.
Nadie puede querer lo mejor para nosotros tanto como Él, que no sólo nos acompaña en el camino hacia nuestra meta eterna como un fiel amigo, sino que se pone Él mismo manos a la obra para que, revestidos con el traje de bodas, seamos considerados dignos de entrar en el Banquete eterno de Dios.
El Espíritu Santo nos ofrece su amistad divina. No hace falta que ya seamos santos para empezar a vivir en una íntima relación con Él. Si le abrimos nuestro corazón y mostramos nuestra buena voluntad, Él, movido por el amor, nos purificará incansablemente y con gran cuidado, y nos recordará siempre lo esencial.
Ya a nivel humano es un gran tesoro encontrar a un amigo en el que podamos confiar (dentro de los límites de la falibilidad humana). Pero ¡cuánto más grande aún es el regalo de tener un Amigo Divino, que siempre tiene tiempo para nosotros y es infalible!
Si un buen amigo humano puede hacernos ver nuestras faltas sin retirarnos su amor, esto es aún más cierto en el caso de nuestro Amigo Divino. Con delicadeza, Él nos señala lo que aún nos impide crecer espiritualmente. Su voz de advertencia está siempre presente. Sobre todo, nos muestra aquellas barreras interiores que obstaculizan el crecimiento en el amor. El amor es su gran tema, porque Él mismo es el amor entre el Padre y el Hijo y quiere que en todos sus amigos despierte este amor.
Nuestro Amigo Divino es un tesoro invaluable, que nos conoce hasta lo más profundo, incluso en nuestro inconsciente. Nosotros, los hombres, fácilmente nos equivocamos y a menudo no estamos conscientes de nuestras motivaciones más profundas. Un amigo humano, por bueno que sea, es incapaz de adentrarse en las profundidades de nuestro corazón y su capacidad de comprensión es limitada.
Nuestro Amigo Divino, en cambio, “entra hasta el fondo del alma”. Si le invitamos y le pedimos ayuda, Él no dudará en mostrarnos dónde aún quedan barreras en nuestras profundidades, dónde seguimos necesitando sanación. Puesto que Él mismo es el amor, su presencia misma nos sana y su fuerza es capaz de derribar las barreras.
¡Nunca podremos alabar lo suficiente la belleza y la bondad de nuestro Amigo Divino! Nuestro corazón comprenderá cada vez mejor cuánto Él nos ama. Y para Él es una inmensa alegría ver que deseamos de todo corazón glorificar a Dios y servir a los hombres.
Nuestro Amigo Divino se regocijará cuando sigamos sus mociones y alabará junto a nosotros al Padre Celestial. En nuestra vida terrena, ésta es la unión más profunda que podemos alcanzar con nuestro Amigo Divino, y siempre estaremos atentos a Él para no perder nunca su amistad. Cuando lleguemos a la eternidad y veamos todo lo que Él hizo por nosotros, para que volvamos sanos y salvos a la Casa del Padre Celestial, no nos cansaremos de agradecérselo.