Al meditar el amor que Dios nos tiene y cobrar conciencia de su inmensidad, podríamos preguntarnos qué es lo que Él quiere de nosotros y cuál es la actitud que debemos tener frente a Él.
La respuesta es inequívoca: Dios quiere que correspondamos a su amor, y Jesús nos da a entender en qué consiste primordialmente esta respuesta: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14,15).
Lo que Dios aprecia de manera especial es nuestra confianza, y siempre trata de despertarla en nosotros. Por la caída del hombre en el pecado, su confianza en Dios quedó profundamente perturbada. En lugar de vivir en una relación familiar y confiada con nuestro Padre, comenzamos a tenerle miedo como consecuencia del pecado.
Ya en el paraíso, la serpiente transmitió al hombre una falsa imagen de Dios, haciéndole creer que el Padre le estaba privando de algo tan importante como es el conocimiento del bien y del mal (cf. Gen 3,5). Con este mismo esquema Satanás ha seguido trabajando a lo largo de los siglos, transmitiéndonos una imagen distorsionada de Dios que nos lleve a desconfiar de nuestro amoroso Padre. Con tristeza hay que admitir que, en gran parte, ha conseguido su objetivo.
Jesús, en cambio, nos presenta una imagen totalmente distinta del Padre: Es un Dios que quiere estar en medio de nosotros, que se preocupa por nosotros, que conoce cada uno de nuestros caminos, que quiere conducir todo hacia el bien y que “tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16), para ayudarnos a llevar las cargas de la vida, para abrirnos la puerta hacia la vida eterna y para acogernos como hijos, perdonando nuestros pecados a través de su propio Hijo.
Si leemos la Sagrada Escritura desde esta perspectiva, descubriremos por doquier la lucha de Dios por reconquistar nuestra confianza en Él. El Padre desea que confiemos en su infinito amor y en su misericordia. Quiere que acudamos a Él con todo lo que somos y tenemos, y especialmente con lo oscuro que hay en nosotros, con nuestras debilidades y culpas.
Por supuesto que Dios quiere que abandonemos los caminos del pecado; que trabajemos con constancia por superar nuestras debilidades; que renovemos y profundicemos una y otra vez nuestra intención de servirle. Pero todo esto hemos de hacerlo en el ambiente de una amorosa familiaridad espiritual y en una profunda confianza a Dios y a aquellos que le pertenecen.
Nuestro Padre está esperando que nos entreguemos a Él por completo y que en todo confiemos en Él, sabiendo que sólo Dios es capaz de valerse de todo para nuestro bien y nuestra salvación (cf. Rom 8,28). Y esta confianza no debe ser meramente teórica; sino que ha de marcar toda nuestra vida, convirtiéndose en nuestra seguridad fundamental.
¡Pero eso no es todo aún! Al confiar en nuestro Padre, lo glorificamos y correspondemos a la vocación de nuestra existencia. ¡Dios es el amor incondicional! Y aunque podamos rechazarlo al abusar de nuestra libertad, no por eso Él dejará de amarnos. Constantemente nos invita a la conversión; nos llama a volver como el hijo pródigo a los brazos del Padre (cf. Lc 15,11-24). Y a los que ya emprendieron el camino en pos de Cristo, los invita a crecer en el amor.
Para Dios, nuestra confianza en Él es un gran regalo. ¡Podemos estar seguros de que le agrada sobremanera!
Y la confianza no es unilateral; sino que también Dios confía en nosotros. Él nos regala a su Hijo, le entrega a la Iglesia los sacramentos y el tesoro de la evangelización, nos permite participar en la construcción de su Reino en este mundo, a pesar de todas nuestras limitaciones y debilidades… Él nos confía el milagro de la procreación, donde surgen nuevas vidas humanas; nos da el conocimiento sobre tantos misterios de su creación… Y, last but not least (por último pero no menos importante): nos confía su propio amor y nos confiere poder sobre su Corazón a través de nuestro amor.