Mt 10, 26-32 (Evangelio correspondiente a la memoria de San Pantaleón, mártir)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “No les tengáis miedo, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído, pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma.
No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo.”
Todo el evangelio está impregnado por el mensaje de que no debemos tener miedo; sólo el justo temor de Dios. Sin embargo, el Señor no oculta a sus discípulos los grandes peligros que les esperan. Y ellos mismos fueron testigos de todo lo que le hicieron al Señor. Pero Jesús nos exhorta a no dejarnos inquietar por aquellos peligros que amenazan nuestra dimensión corporal (tales como las persecuciones, enemistades, etc.), pues éstos son sólo temporales.
Debemos tener presente que aquí el Señor se dirige a aquellos que vienen siguiéndolo, aquellos que han entrado en una comunión de vida con Él y quieren imitarlo. En ellos ya se hace realidad la relación cercana y confiada con Dios que se le ofrece a toda la humanidad en la Persona de Cristo. A ellos el Señor los considera capaces de compartir también el sufrimiento que está relacionado con su seguimiento: “Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro, y al esclavo como su amo” –dice el Señor a sus discípulos (Mt 10,24).
El seguimiento de Cristo no es compatible con un esconderse temerosamente; con evitar cualquier confrontación; con huir de toda dificultad; con buscar ser el preferido de todos… Antes bien, el seguimiento ha de ser sostenido por la humilde consciencia de saberse enviado, por la confianza en Dios y la valentía de anunciar la verdad. En efecto, la verdad no es simplemente un asunto privado; sino que el mensaje del evangelio ha de llegar a todos los hombres. Por eso, debemos oponernos de forma adecuada a cualquier intento gubernamental de “relegar la fe a las sacristías”.
Pero la intrepidez no significa imprudencia, ni es dejar a un lado las precauciones necesarias. Antes bien, la valentía que nos presenta el evangelio de hoy es aquella que, estando consciente de los peligros, sabe afrontarlos en una actitud sobrenatural. Aquí hay que tener muy presente la confianza en Dios, en la que tanto insiste el texto de hoy. Dios sabe todo, Él conoce cada situación, nada sucede sin su consentimiento… ¡En esta certeza ha de apoyarse el discípulo! Su seguridad está en Dios y en el cumplimiento de su Voluntad. De aquí le viene la fuerza y la humildad necesarias para anunciar la Palabra del Señor y no poner en primer plano sus opiniones personales.
Ahora bien, si transportamos a nuestro tiempo el mandato de Cristo, que permanece siempre vigente, ciertamente concluiremos que es preciso valerse de todos los medios posibles para transmitir el Evangelio. Debemos tener presente que es un mensaje destinado a todos los hombres, incluidos aquellos que pertenecen a otras religiones. Aunque debemos reconocer las “semillas de verdad” que pueden descubrirse en las otras religiones y el fervor religioso que no pocas veces encontramos en sus miembros (como sugiere la Declaración Nostra aetate del Concilio Vaticano II), con mayor razón estamos llamados a hacer resplandecer el Evangelio en toda su belleza, para que las personas puedan ver la luz en su plenitud.
“Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído, pregonadlo desde la azotea.” –nos dice el Señor. Esto no puede significar otra cosa que el hecho de que no podemos retener la verdad del evangelio. Esto cuenta tanto para ese entonces como para nuestro tiempo. El mundo actual, que se ve rodeado de una creciente oscuridad, está tremendamente necesitado del testimonio claro y veraz del evangelio, que no puede pactar de ninguna manera con el espíritu del mundo, pues entonces perdería su sabor y su fuerza. Gracias a los medios modernos de comunicación, podemos anunciar el evangelio “desde las azoteas” hasta los confines del mundo. Sin duda el manejo de estos medios debe darse en el Espíritu de Dios, sin dejarse atrapar por la fuerza de atracción que éstos ejercen y sin permitir que el mensaje sea banalizado.