Miembros de un solo cuerpo

1Cor 12,12-14.27-31a

El cuerpo humano, aunque tiene muchos miembros, es uno; es decir: todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, forman un solo cuerpo. Pues así también es Cristo. Porque hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu, para no formar más que un cuerpo entre todos: judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Así también, el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. 

Ahora bien, vosotros formáis el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro con una función peculiar. Así, Dios puso en la iglesia primero apóstoles; en segundo lugar, profetas; en tercer lugar, maestros; luego, los milagros; después, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas. ¿Acaso todos son apóstoles, o profetas, o maestros? ¿Tienen todos poder de hacer milagros? ¿Comparten todos el carisma de las curaciones? ¿Hablan lenguas todos? ¿Las interpretan? ¡Aspirad a los carismas superiores! 

Podemos tomar este texto como una exhortación a hacerlo todo en el orden apropiado y en la actitud adecuada. Es el Espíritu Santo quien quiere colocar todo en su sitio. ¡Él es un Espíritu de orden! Entonces, no se trata de un orden que surge como resultado de una cierta escrupulosidad, que puede volverse oprimente; tampoco es el mero cumplimiento de una determinada disciplina, por muy importante que ésta sea para una vida ordenada…. Antes bien, se trata de un orden espiritual, que trae consigo libertad.

El bautismo une ahora a los más diversos pueblos en un solo cuerpo, que es la Iglesia. No es que queden abolidas las diferencias entre las naciones, ni tampoco es que se lleve a cabo una “uniformización” o un “igualitarismo”, como ha pretendido hacerse en algunas ideologías. Más bien, la unidad se establece en un mismo Espíritu, de manera que los bautizados se convierten en los diversos miembros de un solo cuerpo, que es la Iglesia. El vínculo que une a todos, con sus diferencias y particularidades, es el mismo Espíritu Santo.

Por ejemplo, es una hermosa experiencia encontrarse con cristianos en África, que viven de una forma totalmente distinta y tienen una cultura muy propia. Sin embargo, se siente un lazo que nos une: es el Espíritu del Señor, que enseña la misma verdad a los hombres de las más diversas naciones. De alguna manera, el Espíritu Santo vence así la confusión de lenguas en Babel, otorgándonos un lenguaje y conocimiento común en Él. Vale aclarar que esta unidad sólo puede mantenerse si la Iglesia permanece fiel a su propia Tradición y doctrina en su anuncio y en su praxis, y si los fieles no quedan confundidos por el espíritu del mundo.

Este principio de orden espiritual continúa en la Iglesia en lo referente a los diversos carismas y funciones. Por eso es importante mirar atentamente cómo es que Dios ha ordenado el organismo. En este sentido, es muy atinada la comparación con el cuerpo humano. Cuando hay algo que no está en orden en nuestro cuerpo, éste se enferma o queda afectado. Sucede lo mismo con el cuerpo espiritual. Por eso, es importante fijarse bien en cómo están distribuidas las distintas tareas y cuál don le ha concedido Dios a quién. Por ejemplo, resulta muy extraño que los laicos asuman funciones propias del sacerdote, como, de hecho, sucede no pocas veces en la actualidad. Esto irrumpe en la armonía espiritual y crea una especie de desorden. O pensemos en los abusos litúrgicos, que opacan la belleza interior de la liturgia.

Para movernos en este gran orden espiritual y asumir en él el sitio que nos corresponde, hemos de escuchar atentamente al Espíritu Santo, que es quien quiere conducir todo al orden establecido por Dios: El pecador ha de entrar en la vida de la gracia; en aquel que ya está en el camino de la santidad todo ha de ser colocado en su sitio conforme a la Voluntad de Dios, y es esto lo que obra el Espíritu Santo. Él nos hace descubrir los dones que nos han sido concedidos para servir en el Reino de Dios; Él nos inserta en la Iglesia de Dios…

Para que todo se dé en este maravilloso orden dispuesto por Dios, es importante que nuestro corazón se libere de cualquier celo y envidia, de manera que podamos alegrarnos por los dones de las otras personas y de ningún modo envidiárselos. Para deshacernos de tales sentimientos, nos ayudará la gratitud por todo lo que hemos recibido y la humildad de no ir más allá de los límites de lo que Dios ha dispuesto para nosotros. La última frase de la lectura de hoy nos exhorta a aspirar los carismas superiores: se refiere al amor.

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