Quiero hablaros de mi Amigo divino, porque Él es tan bueno conmigo que realmente tengo que compartirlo con vosotros. No es que piense que vosotros no lo conocéis y que es exclusivamente Amigo mío. ¡Por supuesto que no! Pero, si os hablo de Él, tal vez lo conozcáis un poco mejor. En efecto, cuanto más escuchemos hablar de Él y cuanto más tiempo pasemos con Él, mejor lo conoceremos.
Nunca nos cansaremos de estar con Él y siempre será una alegría encontrarnos con Él.
Éste mi amigo divino es muy fuerte, pero también reservado. Él no se impone, pero está siempre presto si tan sólo lo invocamos y le pedimos que venga. Él no titubea.
A Él le encanta estar a solas con un alma, para cultivar el amor en el silencio y en lo secreto; pero también ama el testimonio intrépido de la verdad, que jamás debe enmudecer.
Entonces, ¿de dónde viene este Amigo?
En realidad, siempre ha estado ahí. En el principio, aleteaba sobre las aguas y transformaba el caos en orden (Gen 1,2).
Es un Amigo divino; por tanto, no tiene principio ni fin. Y, puesto que es Dios, me conoce mucho mejor de lo que yo mismo me conozco. Nada está escondido ante Él y tampoco hace falta ocultarle nada. ¡Él me ama!
Puesto que no le tengo miedo a mi Amigo, le abro las puertas para que entre en la “casa de mi alma”. Le invito a permanecer para siempre, porque no quiero que jamás se aparte de mí ni darle motivo para tener que abandonar nuevamente la “casa de mi alma”.
Si la mentira se instalara en mi casa, mi Amigo divino sufriría mucho y se retiraría. Seguiría amándome, pero ya no podría permanecer conmigo. No sería capaz de soportar ver cómo mi alma se oscurece y se convierte en presa de las tinieblas. ¡Él hará todo para impedir que esto suceda!
Es Él, mi Amigo divino, quien clama en mi corazón: “Abbá, amado Padre” (cf. Gal 4,6). Es Él quien me recuerda todo cuanto dijo e hizo el Redentor de la humanidad (cf. Jn 14,26). Él quiere preservarme de todo lo que podría separarme de su amor. Por ello, vela celosamente sobre mí, su querido amigo, para que no caiga bajo la influencia de aquellos que rechazan su amistad.
Mi Amigo no descansa ni de día ni de noche. Él quiere ganarse más amigos, y éstos se convertirán entonces también en mis amigos.
A Él le encanta ver que las personas busquen la verdad y las anima en su búsqueda, pues sabe bien que “todo el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá” (Mt 7,8). Por eso, en lo secreto ofrece su ayuda a cada persona, la apoya y mueve a cada alma a encontrar a Aquél que la creó y a volverse al “Padre de las luces” (St 1,17).
¡Qué indecible alegría inunda a mi Amigo divino cuando encuentra un alma a la que puede adornar con sus dones! Más aún: no le basta con dar algo, sino que quiere donarse a Sí mismo y unificarse con el alma.
Mi Amigo divino quiere que, a través de su amor, el alma llegue a ser semejante a Él.
¡Así es Él, mi Amigo divino!
Imaginaos esto: a mí –que soy un pobre hombre, limitado y débil– quiere llenarme con su esplendor divino. Resulta difícil de creer. Pero os lo aseguro: ¡realmente es así! La generosidad de mi Amigo divino es insuperable, y, si no le coloco obstáculos, Él hace de mi alma su templo e inunda mi casa de su esplendor.