Jn 10,11-18
En aquel tiempo, dijo Jesús: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, que no es propietario de las ovejas, abandona las ovejas y huye, cuando ve venir al lobo; y el lobo hace presa en ellas y las dispersa. Como es asalariado, no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí; del mismo modo, el Padre me conoce y yo conozco a mi Padre, y doy mi vida por las ovejas.
También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas debo conducir: escucharán mi voz y habrá un solo rebaño bajo un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla; ésa es la orden que he recibido de mi Padre.”
Aunque quizá hoy en día ya no se vean muchos rebaños de ovejas con sus pastores, seguimos estando familiarizados con la imagen del Buen Pastor. La conocemos bien por Jesús mismo, y también por aquellas personas que, en Él, llevan responsabilidad por el bien de los fieles.
El buen pastor es la máxima expresión de la protección y seguridad para el rebaño de Dios, porque da su vida por las ovejas y no huye cuando ve venir al lobo. Y es que él ama a sus ovejas y, si nos referimos a Jesús como el Buen Pastor, ellas le pertenecen.
Aquellos a quienes se les ha confiado un ministerio como pastores, representan al Señor y también están llamados a entregar su vida por el rebaño, que es propiedad del Señor. Gracias a Dios, tenemos muchos ejemplos de tales pastores a lo largo de la historia de nuestra Iglesia.
En cambio, actúan distinto aquellos que el Señor llama “asalariados”. Ellos hacen lo que les toca, pero no asumen responsabilidad interior por el rebaño y, por tanto, tampoco prestan atención a los peligros que podrían amenazar a las ovejas. Cuando viene el lobo, se ponen a salvo a sí mismos. No han establecido con el rebaño un vínculo de amor, que vaya más allá de los propios intereses. No se preocupan más por el bien de la otra persona que por su propio bien.
Sólo en Dios podremos encontrar la plena seguridad de sabernos protegidos por el Buen Pastor. Los hombres, por buenas que sean sus intenciones, pueden tambalear.
Si bien el Papa, los obispos y los sacerdotes son los primeros a quienes se les ha encomendado el servicio de pastores a imitación del Buen Pastor, no son ellos los únicos. Ellos deben proteger al rebaño sobre todo de las falsas doctrinas y reconocer, con el espíritu de discernimiento, por dónde está infiltrándose el lobo para confundir al rebaño. Deben identificar al lobo como lobo, y no confundirlo con una oveja. En efecto, una consecuencia de tolerar falsas doctrinas es la dispersión del rebaño.
Esto no cuenta únicamente para aquellas enseñanzas y tendencias que vienen del mundo y quieren penetrar en la Iglesia; sino que la vigilancia de los pastores es especialmente necesaria para identificar y contrarrestar los errores en el interior de la Iglesia. San Pablo nos es un buen ejemplo en ello, ya que luchó decididamente contra toda alteración de la doctrina (cf. p.ej. Gal 1,6-9).
Además de contrarrestar las doctrinas erróneas, los pastores siempre han de proclamar claramente la fe y deben estar conscientes de que cada una de sus observaciones o comentarios, sean o no de carácter oficial, repercutirán en los fieles y también en el mundo.
Jesús habla de “un solo rebaño bajo un solo pastor”. Esto se cumplirá cuando Él congregue a los hombres de todos los pueblos y los una en sí mismo.
El fundamento más profundo de la verdadera unidad entre los hombres sólo puede radicar en Jesús, el Buen Pastor. Siempre debemos tener esto presente, para contrarrestar los vanos intentos de crear unidad prescindiendo del Señor. En su Iglesia, Jesús nos confió el tesoro de la fe en toda su plenitud, para que, a través del anuncio del Evangelio a todos los pueblos, se haga realidad en Ella la unidad del rebaño querida por el Señor. Este importantísimo ministerio de la evangelización ha sido encomendado a todos los cristianos, a cada uno de acuerdo a los dones y talentos que Dios le haya confiado y en la situación de vida en la que se encuentre.