Como habíamos visto en la meditación de ayer, al orientarnos hacia el amor y la verdad, nuestra vida empieza a concentrarse y hacerse más sencilla. De ninguna manera puede entenderse como “sencilla” y deseable una vida que esté únicamente enfocada en la conservación material de la existencia. Tampoco se relaciona con la verdadera sencillez la falta de aptitud intelectual, que, al no comprender los contenidos más profundos, simplemente se queda con lo que le resulta más entendible. Tampoco es verdadera sencillez simplificar los contenidos y contentarse con explicaciones abreviadas y sin profundidad; ni es sencillez aquel “infantilismo”, que no se confronta a los problemas, sino que pasa por encima de ellos con ligereza, sin llegar jamás a una solución.
La verdadera sencillez, en cambio, está relacionada con Dios: la vida se volverá más sencilla en la medida en que se llene de Dios. Entonces, ya no evaluaremos las cosas de acuerdo a criterios variados: por ejemplo, nuestro tiempo, los intereses de otras personas, la opinión de los demás; colocando a la Voluntad de Dios como si fuese un criterio del mismo peso que aquéllos. Con la verdadera sencillez, hay un criterio general que rige toda nuestra vida; un criterio que todo lo mide y ordena: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33).
De esta manera, la vida se vuelve concorde y toma un enfoque sobrenatural. Ya no estará en primer plano la naturaleza, con sus exigencias y deseos; sino la Voluntad de Dios. Ahora bien, ¿cómo alcanzaremos la verdadera sencillez?Habíamos visto ya que consiste en buscar el amor y la verdad; en considerar la Voluntad Divina como el principio fundamental que rige en todas las situaciones de vida. Este punto nos lleva al tema constante de nuestra vida espiritual, porque, de hecho, la verdadera sencillez es un fruto del auténtico seguimiento de Cristo.
Para que este fruto pueda crecer, hemos de aprender a renunciar a todo, si Dios nos llama a hacerlo. Ninguna creatura y ningún bien material debería poseer nuestro corazón hasta el punto de impedir nuestra entrega total al Señor. No podríamos decirle a Dios: “Todo puedes pedirme, sólo esto no…” No debe haber nada que limite nuestra entrega a Dios, ni podemos ponerle condiciones. Hemos de tener presentes aquellas palabras del Señor: “El que ame a su padre o su madre más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10,37).
El que no intente de todo corazón llegar a esta entrega incondicional, tampoco podrá alcanzar la verdadera sencillez. Entonces, podrá suceder que, a la invitación del Señor, respondamos como los de la parábola: “Te ruego me excuses (…) Me he casado, y por eso no puedo ir.” (Lc 14,18-21). Quizá alguno ponga objeción diciendo que esta exigencia sólo cuenta para las vocaciones religiosas.
Sin embargo, es aplicable a cualquier estado de vida, cuando estamos arraigados en Cristo. También aquellos que viven en el mundo necesitan un criterio superior, para que puedan examinar a su luz todas las circunstancias en las que se mueven y a las que se enfrentan, y para dar la respuesta adecuada según esta medida.Así, el Espíritu del Señor nos irá conduciendo de tal manera que dejemos atrás muchas cosas que, aun no siendo en sí mismas pecaminosas, nos dispersan y, por tanto, dificultan la sencillez y el enfoque en Dios. Iremos notando que estas cosas no encajan en una profunda vida espiritual. Pensemos en tantas ofertas de los medios, en tantas posibilidades de comunicación que nos ofrecen los smartphones, en la destrucción del silencio, etc…
Pero el Espíritu no descansará hasta habernos enseñado a distinguir lo que es verdaderamente valioso de lo que es menos valioso, y hasta que hayamos aprendido a dejar atrás lo que no es útil para el Reino de Dios. Él nos enseñará a no dejarnos llevar por la dinámica inmanente de las cosas, sino a darle a cada una su sitio, conforme al principio rector de nuestra vida. Las conversaciones ya no se extenderán innecesariamente, pasando a meras palabrerías; nos daremos cuenta de las distracciones y las limitaremos cada vez más, los tiempos de oración se volverán más y más importantes…
Cuanto más se profundice el seguimiento del Señor, también la forma de orar se tornará más sencilla. Mientras que antes nos dedicábamos a la oración vocal, ahora buscaremos más la oración sencilla y silenciosa ante Dios. Entonces, la verdadera sencillez consiste en que Dios -que es sencillo aunque posea la plenitud- pueda morar cada vez más en nosotros. Así nuestra vida se enfocará en Él; nosotros disminuiremos y Él crecerá (cf. Jn 3,30).¡Cuán sencillo sería simplemente poder decir que Dios nos ama como Padre, y que Él no quiere más que donársenos y colmarnos con todo lo que puede darnos! ¡Cuán sencilla es la vida cuando simplemente decimos: “Sí, Padre, que se haga tu Voluntad, porque te amamos”!
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad. Puedes encontrar los audios y textos en el siguiente link:
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