Jn 19,25-27
Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: “Mujer, aquí tienes a tu hijo.” Después le dice al discípulo: “Aquí tienes a tu madre.” Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.
En el Calvario en Jerusalén, junto al mismísimo sitio donde Nuestro Señor murió por nosotros en la Cruz, hay una conmovedora imagen de la Madre Dolorosa. Una espada atraviesa su corazón y sus ojos tienen una expresión de profundo sufrimiento. Muy temprano en la mañana, los fieles y peregrinos que vienen a orar acuden muchas veces también a ella, para pedir su ayuda y su consuelo, o para agradecerle porque ella supo permanecer junto a su Hijo aun en la Cruz. Es difícil siquiera imaginar la inmensidad de su sufrimiento. Por ello, en la Santa Misa de este día resuenan antes del evangelio estas palabras en la secuencia:
“Y ¿cuál hombre no llorara,
si a la Madre contemplara
de Cristo, en tanto dolor?
Y ¿quién no se entristeciera,
Madre piadosa, si os viera
sujeta a tanto rigor?”
La adhesión al sufrimiento de Cristo y de su Madre nos hace entender mejor lo que significa que el Redentor haya recorrido por nosotros el camino de la Cruz y que su Madre haya permanecido fielmente a su lado. Así, nuestro corazón se ensancha en la gratitud y se vuelve capaz de comprender más profundamente el amor de Dios.
Aun a nivel natural, la capacidad de sufrir de una madre supera a menudo nuestra imaginación. En el caso de la Madre de Jesús, este sufrimiento va aún más allá. Al inmenso dolor de ver sufrir así a su Hijo, viene a añadirse el profundo sufrimiento –quizá más grande aún– de que haya personas que no acogen la gracia de la Redención que su Hijo les ofrece y pasan de largo, ignorando su sacrificio.
Este sacrificio de amor al que Ella dio su consentimiento, como nos lo enseña la Iglesia, fue el que nos trajo la salvación. Para nosotros, los hombres, en cuya Madre ella se convirtió a los pies de la Cruz por las palabras de Jesús, no hay nada más importante que acoger esta salvación. Entonces, para Ella, siendo Madre del Cuerpo Místico del Señor, ¿podría haber algo más doloroso que ver a sus hijos en peligro de perderse para siempre?
Si la Virgen, siendo Madre de los hombres, padece “en carne propia” todo sufrimiento físico y espiritual de sus hijos, convirtiéndose en refugio y consuelo para muchos, ¡cuánto más constante y profunda será su preocupación frente al peligro de que se pierdan para siempre! No en último término esta preocupación se manifiesta cuando Ella se aparece una y otra vez a lo largo de la historia, llamando a los hombres a la conversión y –como fue el caso en Fátima– dándoles instrucciones cuya observancia salvaría a la humanidad de la desgracia inminente.
Así como el Hijo de Dios se entregó voluntariamente al sacrificio en la Cruz, por amor al Padre y a los hombres (cf. Jn 10,18), también la Virgen María dio su consentimiento voluntario al plan salvífico de Dios cuando el Ángel le trajo el mensaje en Nazaret (Lc 1,26-38). En todas las situaciones como madre y discípula de su Hijo divino, Ella actualizó este “sí” tan significativo, pronunciado por amor a Dios. Así, estando llena de la gracia de Dios y del amor por Él, fue capaz de compartir el sufrimiento de su Hijo.
Por eso, nos inclinamos profundamente ante el amor de Dios, que pudo inundar plenamente a la Virgen María, y a Ella la llamamos dichosa junto con todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por Ella (Lc 1,48-49), que es Madre de todos nosotros.