La alegría de la Resurrección

1Cor 15,12-20

Hermanos, si predicamos que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, nuestra predicación es vana, y vana también vuestra fe. Si esos tuviesen razón, nosotros quedaríamos como falsos testigos de Dios, pues proclamamos que Dios resucitó a Cristo, cuando en realidad no lo habría resucitado, de ser verdad que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó.

Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: seguís en vuestros pecados. Por tanto, también acabaron para siempre los que murieron creyendo en Cristo. Si nuestra esperanza en Cristo se limita sólo a esta vida, ¡somos las personas más dignas de compasión! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron. 

San Pablo nos muestra cuán importante es acoger íntegro y sin recortes el mensaje de la fe. Todo lo que nos asegura nuestra fe cristiana es una verdad inmutable, y sólo al vivir en ella podrá desplegarse en nosotros la plenitud de la vida divina.

Entonces, si se negase o interpretase de forma distinta la Resurrección del Señor, se produciría una profunda irrupción en la vida de la fe, que acarreará consecuencias. En este contexto, San Pablo incluso llega a decir que, sin la Resurrección, toda nuestra fe sería vana y sin sentido, y el anuncio sería vacío…

Pero no es sólo eso… También debemos tomar muy en serio el otro aspecto que plantea. Cuando negamos un artículo de nuestra fe, estamos contradiciendo a Dios y convirtiéndonos en falsos testigos. Por tanto, es fundamental que rechacemos todo aquello que no esté de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, venga de quien venga… ¡De ninguna manera hemos de prestarle oído! Si uno tiene la oportunidad de convencer al errante, podría intentarlo. De lo contrario, no tiene sentido prolongar la conversación o seguir escuchando una predicación que no sea conforme a la auténtica doctrina, etc.

Resultaría particularmente trágico y censurable que en la teología católica o incluso en los seminarios se difundieran falsas doctrinas o se relativizaran las verdades de fe. Entonces, el veneno de las falsas doctrinas y prácticas penetraría en la Iglesia; la cabeza de la serpiente se levantaría…

¡Recordemos que la fe es una virtud teologal! La Iglesia nos enseña la recta fe. Ahora, si en un punto tan elemental se permite una irrupción, como es la de no creer ya en la Resurrección corporal de los muertos, lo cual profesamos solemnemente en el Credo, entonces se disipará cada vez más la luz de la fe. Posiblemente se empezará a poner en duda también otros artículos de fe, y así entra la oscuridad en el alma. No en vano el Señor dijo que “ni una tilde de la Ley” perdería su vigencia (cf. Mt 5,18).

Lo que hemos dicho con respecto a la Resurrección de los muertos se aplica también a los otros contenidos de la fe. No se debe permitir ninguna irrupción, porque esta obra de arte –el edificio espiritual de la fe– es un conjunto inseparable. Podemos agradecerle al Señor de rodillas por haberle confiado a su Iglesia la fe segura e inmutable, y por haberla preservado hasta el día de hoy, con la ayuda del Espíritu Santo.

Entonces, es sumamente importante vivir de acuerdo con la verdad de la fe, pues ésta nos protege de los dardos encendidos del enemigo, como dice San Pablo en la Carta a los Efesios (6,16). Recordemos que la fe no es un logro intelectual; sino un brillante don de Dios, que nosotros, por nuestra parte, hemos de abrazar y custodiar. La fe es un escudo lo suficientemente fuerte como para rechazar todo lo que la ataca, siempre y cuando nos aferremos a ella…

Es el Espíritu Santo quien nos hace saber que Jesús es el Hijo de Dios (cf. 1Cor 12,3), y no simplemente un profeta o un sabio como los hubo muchos otros. Es el mismo Espíritu quien testifica que la doctrina de la Iglesia es la verdad.

Esta doctrina no es simplemente algo que aprendimos en el catecismo, y que después ya no influye concretamente en nuestra vida. ¡No! ¡Es una realidad de fe, que repercute en nuestra vida espiritual!

Tomemos como ejemplo la Resurrección corporal de Cristo… Esta certeza de fe nos enfoca en el más allá, sin por eso descuidar las tareas que nos han sido encomendadas en este mundo. La Resurrección nos convierte en personas que aspiran “a las cosas de arriba, no a las de la tierra” (Col 3,2); que se dirigen hacia aquellas realidades celestiales y pueden siempre traerlas a la memoria, sobre todo cuando la vida terrenal va llegando a su fin y las fuerzas corporales empiezan a desvanecerse. La fe en la Resurrección nos ayuda a no enredarnos en la vida terrenal; sino a centrarnos en nuestra última meta y a elevar la mirada hacia lo alto. Nos da la fortaleza para perseverar en el camino, particularmente en el sufrimiento. ¡La muerte no tiene la última palabra; sino la vida eterna! Recibiremos entonces un cuerpo glorioso que ya no envejecerá ni morirá.

Si interiorizamos cada vez más la Resurrección del Señor, esta realidad se asentará en nuestra alma como una esperanza permanente. La Resurrección de Jesús da testimonio de la Resurrección de los muertos, que cuenta para todos los hombres, y nos invita a anunciarla a través de nuestra vida, para que las personas se enteren de que el Señor resucitó y se dirijan a Él con alegría.

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