Jn 3,16-21
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no es juzgado; pero el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios. Y el juicio consiste en que la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal odia la luz y no se acerca a ella, para que nadie censure sus obras. Pero el que obra la verdad, se acerca a la luz, para que quede de manifiesto que actúa como Dios quiere.
La claridad del texto de hoy no deja lugar a “zonas grises”. Aunque éstas existan en la vida del hombre, han de ser conducidas hacia la luz de Dios. Y es aquí cuando llega el momento de la decisión: ¿Es que uno quiere vivir en la luz de Dios o permanecer en las tinieblas? ¿Cree uno en el Hijo de Dios y recibe en Él la vida, o lo rechaza? Evidentemente estas afirmaciones rotundas cuentan para aquellos que tuvieron la oportunidad de encontrarse verdaderamente con el Hijo de Dios. Aquí el encuentro con el Señor es el momento decisivo.
Al enviar a su Hijo, Dios realizó la suprema obra de salvación en favor de la humanidad. Su intención no es pronunciar el juicio definitivo sobre este mundo; sino salvarlo. Debemos tener presente esta verdad en cada anuncio, por más difíciles que sean las circunstancias con las que nos encontremos; por más enredada y desesperada que parezca la situación. Las personas deben recibir la Buena Nueva de la fe, para que puedan salvarse.
Y, sin embargo, se produce al mismo tiempo también el juicio. Si aceptamos la fe, atravesamos ya el juicio, pues recibimos en Cristo el perdón de los pecados. Podemos “acercarnos confiadamente al trono de la gracia” con todas nuestras culpas y fallas que una y otra vez cometemos (cf. Hb 4,16). Así, el sacrificio del Señor se hace eficaz cada vez que nuestras culpas son perdonadas y somos fortalecidos para caminar en su luz. De este modo, el Señor también nos purifica de las consecuencias que acarrea el pecado, y nuestra vida empieza a orientarse hacia la eternidad. Nos convertimos en “hombres celestiales”, es decir, hombres que ya han sido redimidos y cuyo enfoque está puesto en Dios.
De todo esto se ve privado aquel que no acepta la fe. No vive en esta gracia y sus culpas y fallas siguen pesando sobre él. Si rechaza voluntariamente la fe, entonces se cierra a la luz que quiere iluminarlo.
En el evangelio de hoy, el Señor hace una seria afirmación sobre el estado en que se encuentra el mundo: “La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.”
Si nos confrontamos sinceramente con esta afirmación y no la relativizamos, difícilmente podríamos caer en un falso optimismo con respecto al mundo, como si todos sus desarrollos serían buenos en sí mismos, o como si fuera Cristo mismo quien conduce todos los acontecimientos que tienen lugar en el mundo. Este modo de ver la realidad corresponde a un pensamiento humano, quizá relacionado también con una teoría evolucionista, sin el necesario discernimiento.
La perspectiva que nos ofrece la Sagrada Escritura sobre el mundo es mucho más realista. Sólo el encuentro con Dios abre las puertas para que la luz pueda entrar. Si la luz de Dios penetra en los corazones de los hombres, se puede esperar una mejora en las situaciones de vida. Si la luz de Dios ilumina los corazones de aquellos que cargan responsabilidad por los demás, entonces éstos podrán tomar las decisiones apropiadas para el bien de los hombres.
En cambio, las obras del hombre seguirán siendo malas mientras permanezca bajo el dominio de sus pasiones, mientras actúe movido por el egoísmo, mientras se deje llevar por la corrupción y otras inclinaciones pecaminosas que persisten en su corazón. Y esto no cambiará automáticamente, ni se transformará simplemente por una motivación externa.
¡Es necesario el encuentro con el Señor! Esto es lo que Dios ofrece al hombre para que pueda vivir en su luz.
Por eso, incluso después de 2000 años, no ha culminado la tarea de evangelización de la Iglesia. Al contrario, se ha vuelto más urgente aún. Aquellas naciones que estuvieron entre las primeras que abrazaron la fe cristiana, especialmente los pueblos europeos, necesitan una renovación de la fe, pues están en peligro de perder su valiosa herencia y caer en la apostasía.
Gran parte del continente asiático no ha sido aún evangelizado o no ha aceptado la fe; las naciones de África, aunque han acogido la fe y no pocas veces la viven con entusiasmo, necesitan una profundización en la evangelización, de modo que la fe transforme verdaderamente a las personas. Algo similar sucede con el continente americano.
Pidamos al Señor que fortalezca a los fieles, para que anuncien el Evangelio con autenticidad y sean realmente luz en este mundo, que tanto la necesita.