Hb 11,1-2.8-19
La fe es garantía de lo que se espera y prueba de lo que no se ve. Por ella fueron alabados todos nuestros mayores. Por la fe, Abrahán, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia. Además, salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó hacia la Tierra prometida como extranjero, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas.
Es que Abrahán esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe, también Sara recibió vigor para ser madre, aunque estaba fuera de la edad apropiada, pues consideró digno de fe al que le hacía la promesa. Por lo cual, también de uno solo y ya marcado por la cercana muerte, nacieron hijos, numerosos como las estrellas del cielo, incontables como la arena de las playas. En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas. Las vieron y las saludaron desde lejos, confesando que eran peregrinos y forasteros sobre la tierra. Los que así hablan, claramente dan a entender que van en busca de una patria, pues, si pensaban en la que habían abandonado, podían volver a ella. Por el contrario, aspiraban a una mejor, a la celestial. Por eso Dios no se avergüenza de ser llamado su Dios, pues les tenía preparada una ciudad. Por la fe, Abrahán, sometido a la prueba, ofreció a Isaac como ofrenda. Él, que había recibido las promesas, ofrecía a su único hijo, respecto del cual se le había dicho: ‘Por Isaac tendrás descendencia.’ Pero Abrahán pensó que Dios tiene poder hasta para resucitar de entre los muertos, de donde en cierto sentido recobró a Isaac.
Todos conocemos aquellas palabras del Señor de que la fe puede mover montañas (cf. Mt 17,20). Una y otra vez el evangelio nos habla de la fe (cf. p.ej. Mc 5,34), y a veces también nos llama la atención por la falta de fe (cf. p.ej. Mt 16,8), que se interpone y no permite que Dios despliegue toda su providencia y amor para con nosotros, o impide que Él se manifieste a través de milagros.
Por el lado contrario, tenemos testimonios de una fe fuerte, a través de los cuales Dios se glorifica a sí mismo.
Si incluso los discípulos, que caminaban tan cerca de Jesús, le pidieron que aumentase su fe (cf. Lc 17,5), entonces de seguro tampoco para nosotros es siempre tan natural creer. No me refiero a la fe en la verdad del evangelio a nivel general; sino a su aplicación concreta en las respectivas situaciones de la vida; a la firme confianza en la presencia y en el auxilio de Dios; a la certeza de que Él sabrá llevar a buen término todas las cosas.
La primera frase de la lectura de hoy nos da una clave para entender por qué a veces nos resulta difícil creer: “La fe es garantía de lo que se espera y prueba de lo que no se ve.”
No siempre nos es fácil no dar el primer lugar a las seguridades que nos ofrece el mundo visible y tangible. Fácilmente se habla de ser “realistas” y se cree haber alcanzado así una visión en la que se puede confiar. Uno regula y planifica todas las cosas por sí mismo y considera la razón como la “estrella guía”. Pero entonces nos estamos moviendo sobre todo en el campo del mundo visible. Y cuando aparecen cuestiones que tocan el mundo invisible y no están dentro de lo seguro y calculable, se desvanece la lógica de explicación habitual y quedamos bastante desorientados.
Por eso, hace falta otra “estrella guía”: Se trata de una perspectiva cimentada en la fe, en la que el entendimiento ocupa el lugar que le corresponde, consciente de que requiere ser iluminado por la fe. La fe, como virtud teologal, nos conecta directamente con Dios y también comienza a desvelarnos el mundo invisible.
La fe es la luz más clara en este mundo, que sólo podrá ser superada en la eternidad por la visión beatífica de Dios. Aunque San Pablo afirme que ahora, mientras dure nuestra vida terrena, “vemos como a través de un espejo, de forma borrosa” (1Cor 13,12); la fe sigue siendo una luz resplandeciente que brilla en la oscuridad.
Fijémonos en Abrahán: “Por la fe, Abrahán, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia. Además, salió sin saber a dónde iba.”
Vemos que aquí la razón llega a sus límites; a menos que sea una razón iluminada por la fe, que sabe que, si Dios pide algo, Él se encarga también de proveer todo lo necesario, porque es nuestro Padre amoroso, aunque aún no pueda entenderlo.
Mediante la fe, Dios puede realizar concretamente sus planes de salvación con nosotros. La fe es, por así decir, el puente que Dios escoge para darnos a conocer el mundo invisible, su presencia, su Ser, su actuar… Es Dios mismo quien despierta en nosotros la fe, y con cada acto de fe que hagamos, Él puede manifestar aún más concretamente su presencia y su actuar. De esta manera, se nos vuelve natural vivir y actuar en la fe.
Abrahán siguió el llamado de Dios, porque creía y confiaba en Él, hasta el punto de estar dispuesto a sacrificar a su propio hijo; un acto que puede estremecernos. Y recordemos también a Santa Inés, a quien conocimos mejor a través de la audionovela de Harpa Dei (https://www.youtube.com/watch?v=bBPNa3CJFhQ). Incluso en el momento de ser llevada al burdel, ella se aferró a Dios en la fe y Él la preservó de la deshonra.
Entonces, podemos estar seguros “de lo que esperamos” y convencidos “de lo que no vemos”, porque confiamos en Dios y en su bondad. No se trata de ser soñadores irrealistas, ni de cumplir nuestras propias ilusiones y deseos, pretendiendo que Dios nos los cumpla; sino que es un realismo creyente.
Si sabemos que Dios es nuestro bondadoso Padre, podemos fiarnos de Él en todo. Éste es entonces un “santo realismo”, que también es accesible para nuestra razón. Así, aprendemos a entender nuestra vida desde la perspectiva de Dios y a percibir su guía, que se nos volverá cada vez más natural en la medida en que crezca nuestra fe, y abarcará tanto el mundo visible como el invisible.
Este camino de fe exige que cimentemos toda nuestra vida en Dios; que Él sea nuestra seguridad, mucho más allá de nuestras pasajeras y supuestas seguridades terrenales. La fe vive de Dios, y esto es sumamente reconfortante. Se van desvaneciendo así las seguridades que nosotros mismos, temerosa y a veces tensamente, edificamos para nuestra vida. En lugar de ello, surge una gran confianza, que puede llegar a ser tan invencible como la de Abrahán o nuestra Santa Inés. Precisamente en estos tiempos apocalípticos deberíamos pedir una fe tal. Así, nos mantendremos firmes en la certeza de que el Señor lleva todas las cosas a buen término, aun si nosotros mismos todavía no seamos capaces de verlo.