En las meditaciones de los últimos días, habíamos hablado primero sobre aquel enemigo que habita en nosotros mismos –es decir, nuestra carne–, que, a causa de nuestra naturaleza caída con sus malas inclinaciones, quiere apartarnos del camino del Señor, o, al menos, dificultárnoslo. Después tematizamos también el segundo enemigo de nuestra alma –el mundo–, que igualmente quiere alejarnos del camino espiritual con sus seducciones y atracciones. Ahora nos corresponde considerar un enemigo más.
Se trata del diablo, que está siempre presto a atacarnos y quiere valerse también de los otros dos enemigos como camuflaje: nuestra naturaleza caída y la atracción del mundo. Por eso, sin prestarle demasiada atención ni dejarnos impresionar por él, conviene que veamos un poco cómo trabaja este ángel caído. Lo importante para nosotros es saber que el Señor ha venido para destruir las obras del Diablo (1Jn 3,8) y que en el desierto Él rechazó sus tentaciones por nuestra causa. Por eso, meditemos primero estas tres tentaciones de Jesús en el desierto, porque su forma de rechazarlas será siempre nuestro punto de referencia para saber resistir a las insidias del enemigo.
Recordemos que en el Paraíso el hombre fue tentado por el diablo, que quiso robarle su estado de gracia e involucrarlo en la rebelión de los ángeles caídos contra Dios (cf. Gen 3,1-7).
Cuando el Hijo de Dios vino al mundo, el Tentador se acercó a Él para hacerlo caer (cf. Mt 4,1-11). Jesús había ayunado durante cuarenta días en el desierto, antes de iniciar su vida pública. Este suceso nos recuerda –tanto por el sitio como por la duración– a los cuarenta años en que los israelitas atravesaron el desierto antes de entrar en la Tierra Prometida. Cuando Jesús concluía ya su ayuno y empezaba a sentir hambre, se le acercó el Tentador para proponerle que pusiera fin al ayuno mediante un milagro. Al mismo tiempo, quiso seducir a Jesús para que le diera una prueba de su filiación divina: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.”
Aquí sale a la luz la osadía del Diablo. Le pone a Jesús una exigencia, como si tuviese derecho a reclamar una prueba. Se presenta disfrazado de una máscara de piedad, queriendo que Jesús, por la debilidad y el hambre tras el largo ayuno, ceda a sus necesidades biológicas. Y en la misma tentación le reta a dar una prueba de su filiación divina. Se trata, pues, de una tentación sutil para hacerle caer en un pecado de orgullo. De forma similar será tentado el Señor en la Cruz, donde le gritarán que, si es el Hijo de Dios, bajase de la cruz (cf. Mt 27,40).
¡Pero Jesús no cede a la tentación! No rompe su ayuno ni hace un milagro para demostrarle al Diablo su filiación divina. Antes bien, le da una lección: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Con estas palabras, Jesús se remite a Dios y le recuerda al Diablo cuál es la verdadera vida y cuál es la relación en que se encuentra el hombre frente a Dios. ¡Vivimos de Él, de cada una de sus Palabras! Así, cualquier rastro de jactancia y de soberbia de parte de las criaturas pierde el piso.
En la segunda tentación, que es aún más absurda en relación a Jesús, se manifiesta con más claridad aún cuál es la intención del diablo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: ‘A sus ángeles te encomendará y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna’”. Nuevamente el Diablo pretende ocultar su intención, y esta vez lo hace citando una palabra de la Escritura. Pero la respuesta del Señor es clara: “También está escrito: ‘No tentarás al Señor tu Dios.’”
¡Los milagros tienen otro sentido! ¡No deben ser utilizados para que todos vean la grandeza del que los realiza! ¡Son una obra de Dios a través de la cual Él manifiesta su poder! Ciertamente Dios puede valerse también de los milagros para confirmar la autenticidad de aquellos que Él ha enviado. Pero no son los enviados quienes pueden usarlos por iniciativa propia, para acreditarse a sí mismos ante los demás. La tentación aquí está en querer manipular la actuación de Dios, en lugar de dejar que sea Él, en su libre potestad divina, quien realice los milagros a su debido tiempo. Así, se colocan los milagros en un contexto casi mágico, para aumentar el poder de la persona.
En la tercera tentación, sale a la luz con toda claridad la verdadera intención del Diablo: “De nuevo lo llevó consigo el diablo a un monte muy alto, le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: ‘Todo esto te daré si te postras y me adoras’.” ¡Esto es lo que quiere el Diablo! Ahora ya no esconde sus intenciones bajo una máscara de piedad. ¡Él quiere ser adorado, y en recompensa ofrece los Reinos sobre los cuales tiene influencia! En esta ocasión, Jesús ya no cita un pasaje de la Escritura para desenmascarar los propósitos del Diablo y confrontarlos con la Voluntad de Dios. Esta vez le ordena que se aleje: “Apártate, Satanás, porque está escrito: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto.’ El diablo finalmente lo dejó. Y entonces se acercaron unos ángeles y se pusieron a servirle.”
Con la ayuda de Jesús, podremos identificar y rechazar las tentaciones del Diablo en nuestra vida, aun cuando se nos presenta disfrazado como “ángel de luz” (cf. 2Cor 11,14). Al fin y al cabo, sus intenciones son siempre las mismas, aunque aplique diversos métodos. La meta de fondo que se esconde detrás de todas sus tentaciones es que el Diablo quiere ocupar el lugar que le corresponde a Dios. Para ello, busca los puntos débiles del hombre, seduciéndolo en su carnalidad, en su vanidad o en su deseo de poder.
¡Pero sabemos que Jesús rechazó todas estas tentaciones, y entonces el Diablo se vio obligado a dejarlo por un tiempo! Esto nos da valentía para enfrentarnos a las tentaciones que vengan, no sólo considerándolas como un sufrimiento que hay que sobrellevar, sino sabiendo que, al resistir, saldremos fortalecidos en el combate contra el mal. Pidámosle a Dios que nos purifique profundamente, de modo que no seamos tan fáciles de seducir y que notemos en nuestro espíritu cuando el Diablo esté intentando apartarnos del camino de Dios, para entonces poder resistir en el Nombre de Jesús. Recordemos que siempre hay que estar vigilantes. Mientras vivamos en este mundo, tendremos que luchar contra las tentaciones. Sólo en la eternidad habremos sido liberados de ellas para siempre.