Gal 3,22-29
La Escritura encerró todas las cosas bajo el pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo. Antes de que llegara la fe, estábamos prisioneros, custodiados por la Ley, en espera de la fe que debía ser revelada. Por consiguiente, la Ley ha sido nuestro pedagogo, que nos condujo a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe; pero cuando ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al pedagogo. En efecto, todos sois hijos de Dios por medio de la fe en Cristo Jesús. Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús. Si vosotros sois de Cristo, sois también descendencia de Abrahán, herederos según la promesa.
El Apóstol Pablo tuvo que recurrir a toda su capacidad de persuadir para que la novedad del mensaje evangélico pudiese imponerse, particularmente entre aquellos que habían sido instruidos en la fe judía. Por un lado, San Pablo pone énfasis en que el mensaje del evangelio está en sintonía con la tradición judía precedente; que la venida del Señor había sido anunciada por los profetas y prefigurada en su persona. Por otra parte, subraya también la libertad que se nos ha dado a través de la fe en Cristo.
En la lectura de hoy, Pablo nos presenta la ley como “pedagogo”, e incluso habla de ella como “custodia” bajo la cual éramos prisioneros… Para comprenderlo mejor, debemos tener presente la debilidad del hombre, que siempre está en peligro de ceder a sus malas inclinaciones y caer en pecado. ¡Cuántas veces podemos constatar esta realidad en la Sagrada Escritura! Es una apreciación tremendamente errónea y fatal la de creer que el hombre haría por sí mismo el bien, estando a merced de su propia naturaleza. Nuestro Padre Celestial conoce mejor que nadie nuestra condición. Por ello, antes de enviar a su Hijo al mundo, Él da la Ley a su Pueblo. Ésta deja al descubierto lo que es el pecado y permite que los israelitas sientan sus consecuencias, en caso de haber atentado contra ella.
Dios establece esta Ley como un guardián, para que el hombre permanezca bajo su custodia y no esté a merced de sus propias inclinaciones. El hombre debe preservarse del mal y andar por las sendas del Señor, para que no ofenda el enorme bien de la vida ni la imagen de Dios según la cual fue creado. Por eso la Ley regula muchas cosas en la vida del hombre, lo que, de alguna forma, también lo encierra, como San Pablo lo expresa. Este “pedagogo” –la Ley– ha de cumplir su función hasta que se haga eficaz en nosotros la gracia que nos fue dada en Cristo. A partir de entonces, ya no tenemos necesidad de este pedagogo, e incluso puede convertírsenos en un impedimento para vivir en la libertad que el Señor nos trae.
Para nuestro camino de seguimiento de Cristo, hay algunos elementos importantes que descubrir…
Podemos decir que la ascesis y la disciplina representan una especie de “pedagogo interior” para nuestro camino espiritual, de manera que no nos dejemos llevar por aquellas inclinaciones que restringen la fecundidad de nuestro camino. La ascesis –esto es, la lucha– refrena nuestra tendencia a dejarnos llevar por los placeres sensuales y mentales de la vida. Cuanto más estemos atrapados en ellos, tanto más necesaria será la ascesis.
Tomemos dos sencillos ejemplos para tener una idea: el exceso en el comer (como un desbordamiento en el campo de los sentidos), y el exceso en el hablar (como un desorden en el campo mental). Ambos causan daño a nuestra vida espiritual. Mientras que el exceso en el comer tiende a hacernos cómodos y perezosos, además de perjudicar a la salud; el exceso en el hablar afecta a la capacidad de escucha y al recogimiento interior en Dios, aparte de causar molestias a las personas con las que convivimos. Ambos ejemplos constituyen una forma distinta de “dejarnos llevar”…
Ahora bien, el “pedagogo interior” nos impone reglas. En el primer caso, por ejemplo, nos prescribiría la dieta o, mejor dicho, nos exhortaría a refrenar la gula. Cuanto más fuertes sean estas inclinaciones, tanto más necesarias serán las reglamentaciones, para que no cedamos a nuestra debilidad.
Algo similar sucede con el exceso en el hablar. Si no lo refrenamos a través de nuestros esfuerzos y restricciones, no lograremos ordenarlo de tal forma que ya no nos perjudique…
Vemos, entonces, que las restricciones y reglamentaciones han de ayudarnos a no caer en desorden. Sin embargo, las reglas no son el fin ni tampoco poseen la fuerza de santificarnos. Más bien, nos ponen cadenas, por así decir, hasta que la gracia del Señor llegue a ser tan eficaz en nuestra vida que ya no tengamos necesidad de las más estrictas formas de ascesis, y hayamos encontrado la medida justa en la alimentación y en el hablar, en el caso de los ejemplos que hemos colocado. Ahora, podríamos aplicar lo mismo a muchos otros ámbitos de la vida…
Quizá estos ejemplos nos permitan comprender con más claridad lo que el Apóstol Pablo quiso transmitir a la comunidad cristiana de Galacia. El “pedagogo” de la Antigua Alianza cumplió con su tarea hasta la venida del Señor. Ahora, hemos de vivir en la libertad de la gracia que Cristo nos ha traído. Gracias a la fe, somos hijos de Dios en Cristo Jesús.