Mt 13,1-9
Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar. Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa.
Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: “El sembrador salió a sembrar. Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron. Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda; pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron. Otras cayeron entre espinas, y éstas, al crecer, las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta. ¡El que tenga oídos, que oiga!”.
La escucha y la comprensión de la Palabra es lo decisivo para que ésta pueda moldear nuestra vida. Por eso, el estudio de la Palabra de Dios debería ser nuestro pan de cada día. La Palabra de Dios nutre nuestra vida espiritual y nos da luz y orientación.
Pero en el evangelio de hoy Jesús nos advierte del riesgo de que este diario alimento no produzca su fruto. ¿Cómo podemos evitar este peligro? En nuestra vida espiritual, es muy importante que nos propongamos un orden constante. Es fundamental que leamos diariamente la Sagrada Escritura; y si, por alguna razón, no nos fue posible hacerlo en un determinado día, podemos recuperarlo al día siguiente. El enemigo quiere engañarnos, haciéndonos creer que esta lectura diaria no es tan importante, que podemos posponerla para otra ocasión, que hay otras actividades de más importancia que deberíamos hacer… Él aprovechará las circunstancias externas para alejarnos de la lectura sagrada.
Por eso es tan importante tener un orden en nuestra vida, en el que dediquemos un tiempo específico para la lectura espiritual, estando conscientes de su gran valor. Así, limitaremos la influencia del enemigo y nos anclaremos más y más en la Palabra de Dios.
El enemigo también tratará de infundirnos una aversión hacia la Palabra de Dios, con este tipo de argumentos: “Esto ya lo he escuchado tantas veces y hasta me lo sé de memoria”; “No hay nada nuevo en estas palabras”; “Esto es imposible de ponerlo en práctica”; o simplemente nos provoca un sentimiento interior de rechazo. También en este caso se aplica el criterio de no dejarnos guiar por los sentimientos, sino atenerse al propósito de leer diariamente la Sagrada Escritura.
Frecuentemente sucede que nos llega el cansancio y la distracción precisamente cuando vamos a escuchar o leer la Palabra de Dios. Esto sucede porque se trata de un alimento para el espíritu, que no estimula mucho nuestros sentidos. ¡Cualquier otra cosa que toque nuestros sentidos nos atraería y despertaría con más facilidad!
Como Jesús nos explica a través de la parábola, existen otros elementos más que impiden, o al menos limitan, la recepción y el aprovechamiento de la Palabra de Dios. El Señor menciona, como una de ellas, las tribulaciones que pueden sobrevenirnos por causa de la Palabra. Tomemos, por ejemplo, algún pasaje bíblico que exprese claramente la inmoralidad de las relaciones homosexuales y que dé los lineamientos para afrontar el problema eclesial –que hoy en día es tan urgente– de cómo tratar a las personas homosexuales. El Cardenal Sarah ha denunciado que, en la actualidad, muchos en la Iglesia ya no hablan del acto homosexual como de un pecado; sino que se enfocan sólo en decir que hay que ser respetuosos con las personas homosexuales. Sin embargo, ¡hay que decir la verdad sin recortes! Tal vez aquellos que han tomado esta postura de hablar solamente del respeto y de la comprensión que merecen los homosexuales, han sido alguna vez perseguidos a causa de la Palabra de Dios o temen la persecución. Pero todos estamos llamados a mantenernos firmes en la Palabra de Dios y a transmitírsela a los demás de forma apropiada.
Otro punto más que impide que la Palabra produzca su fruto en nosotros es cuando estamos demasiado atados a este mundo y absortos en las preocupaciones de la vida diaria o en la adquisición de los bienes materiales.
La Palabra de Dios exige nuestra atención y receptividad, la constancia en la lectura y la valentía de dejarnos tocar por ella. Así, la Palabra de Dios se convierte en nuestro tesoro interior.