Lc 9,51-56
Cuando iba a cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y envió por delante a unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, pero no le acogieron porque llevaba la intención de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?” Pero él se volvió hacia ellos y les reprendió. Y se fueron a otra aldea.
No siempre nos resulta fácil entender el modo en que Dios actúa. Los mismos discípulos tuvieron que aprender que su indignación no podía ser el criterio para el actuar de Dios. Ciertamente la actitud de los samaritanos frente a Jesús no fue la correcta, y así ellos mismos se privaron de la gracia que Dios les estaba ofreciendo en su Hijo. Pero Jesús vino para llamar a los pecadores, y no para juzgarlos (cf. Jn 3,17). Esta lección la tuvieron que aprender una y otra vez los discípulos, y así mismo nos sucede a todos los que seguimos al Señor.
Pero, ¿dónde queda entonces la justicia? ¿Es que Dios es misericordioso hasta el punto de pasarlo todo por alto e incluso considerar que el pecado no es tan grave? ¿Acaso no es tan necesario intentar con todas nuestras fuerzas llevar una vida pura? ¡Lejos de nosotros una concepción tal de la misericordia de Dios!
La justicia divina está siempre presente, actuando como una brújula de la verdadera vida. El pecado no deja de ser pecado, y, como tal, acarrea las respectivas consecuencias. El pecado nos separa de Dios, destruye las relaciones con las otras personas y también con nosotros mismos. Por tanto, podríamos decir que el pecado trae en sí mismo el juicio, y si permanecemos en él, entonces es justo que sus consecuencias se hagan sentir en nuestras vidas. ¡Cuán vacía y sin sentido es la vida cuando no se tiene una relación consciente con Dios! Le hace falta lo esencial, que es acoger el amor paternal de Dios y sentirse “en casa” en este amor.
El que más se lamenta y sufre a causa del pecado es Dios mismo, cuando ve cómo el hombre falla a su meta y se encamina a la autodestrucción. Por eso, Él hace todo por salvar al hombre. Si el Señor permite que él sienta las consecuencias de su vida pecaminosa, lo hace con la intención de que reconozca su error, se arrepienta y se vuelva a Dios.
Las exigencias de la justicia no han sido abolidas; sino que Dios mismo las asume en la Pasión y Muerte de Jesús, quien se hizo pecado por nosotros (2Cor 5,21). Si aceptamos esta indescriptible oferta de la gracia, si respondemos con la fe y empezamos una vida de constante conversión, entonces atravesamos ya el juicio de Dios (Jn 3,18), de manera que podemos esperar un futuro glorioso en la eternidad.
La Parábola del hijo pródigo puede servir de ilustración para lo dicho (Lc 15,11-32). El hijo menor, que despilfarra su herencia y peca contra el cielo y contra su padre, experimenta la miseria del pecado cuando en carne propia siente sus consecuencias. Entonces se vuelve, reconoce sus errores y los confiesa ante su padre, quien ya lo esperaba anhelante. En su misericordia, su padre sale a su encuentro y lo acoge rebosante de gozo. Cuando el hijo mayor, que siempre había permanecido junto a su padre, no comprende por qué él acoge con tanta bondad a su hermano, éste le enseña la esencia de la misericordia. El padre le asegura a su hijo mayor que, puesto que él siempre permaneció con él, todo lo suyo le pertenece. Él no tuvo que experimentar la miseria del pecado y sus consecuencias; él vivió siempre en comunión con su padre.
He aquí la gran diferencia cuando una persona se esfuerza sinceramente en evitar el pecado y vivir en la Voluntad del Padre. El que actúa así permanece en comunión con el Padre y en él tiene su hogar. ¡Es ésta su recompensa!
Los pecadores están llamados a convertirse y a volver a la comunión con Dios. El Señor les perdona sus culpas, los acoge con alegría y los adorna con la túnica de la gracia. Ellos han pasado por cosas duras, por lo cual llevan cargas y tendrán que atravesar algunas purificaciones.
La justicia divina no ha sido abolida, pero queda eclipsada por su misericordia. Por eso, los discípulos del Señor han de ser reprendidos una y otra vez, para que comprendan los caminos de la verdadera misericordia de Dios, que no relativiza la gravedad del pecado ni tampoco aplica con rigidez la ley divina. La misericordia de Dios inhala el espíritu de la verdad, el buen olor de la recta doctrina y la recta práctica.