1Jn 3, 7-10
Hijos míos, que nadie os engañe. Quien obra la justicia es justo, como él es justo. Quien comete el pecado es del Diablo, pues el Diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del Diablo. Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del Diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano.
Algo que caracteriza a San Juan es el lenguaje claro que utiliza. Sus afirmaciones son contundentes, y hoy en día no las pronunciaríamos fácilmente en ese estilo; sino que más bien tendemos a hacer diferenciaciones. Por supuesto que no está mal diferenciar las cosas; sin embargo, no se puede debilitar la afirmación en su núcleo.
Hoy se nos dice claramente: quien comete pecado es del Diablo y Jesús vino para destruir las obras del Diablo.
De hecho el pecado, al que fuimos inducidos por el Diablo, fue una verdadera seducción para el hombre. El Diablo nos tentó de la forma en que él mismo fue tentado: querer ser como Dios.
¡Este es el núcleo mismo del pecado! Es una rebelión; una rebelión contra Dios; es exceder aquello que Dios, en su Sabiduría, dispuso para nosotros. El pecado original se describe claramente en el Génesis: se trata de un pecado de orgullo.
El Diablo intenta involucrarnos en su propia rebelión contra Dios, y procura que esta rebelión se difunda más y más. Él quiere que pequemos, pues por medio del pecado él puede ejercer su influencia sobre nosotros. Así, también busca indirectamente hacer sufrir a Dios, pues Dios sufre por la persona que peca.
Entiéndaselo correctamente: Dios sufre por el amor que nos tiene, porque el pecado nos aleja de Él e impide que Él permanezca en nosotros como quisiera. El pecado hace que el hombre no acoja a plenitud el amor que Él, como amoroso Padre, quisiera entregar a su creatura, a su hijo, a su hija… El pecado bloquea la disposición a acoger esta plenitud.
Por el pecado el hombre permanece encerrado en sí mismo y bajo la influencia del Diablo. Entonces, Él desfigura la verdadera imagen de Dios y hace todo cuanto puede para que no nos encontremos con Dios como con un Padre amoroso; más bien, quiere que lo identifiquemos como un dictador autoritario, como alguien que nos tiene envidia o nos priva de algo; como alguien que no quiere nuestra verdadera felicidad. El Diablo nos presenta un Dios que nos quiere privar de los lados más bellos y agradables de la vida.
Esta imagen de Dios que ha de generarse en nosotros es terrible e injusta. El hombre ha de permanecer atrapado en este engaño y nunca conocer a Dios como Él es en verdad.
¡Pero Jesús vino a destruir las obras del Diablo!
Si aprendemos a escuchar a Jesús y aceptamos su ofrecimiento de perdonar nuestros pecados, entonces el espíritu del mal ya no puede dominarnos como lo hacía antes. Aprendemos entonces a refrenar nuestras pasiones destructivas, que frecuentemente se hallaban bajo el influjo del espíritu del mal. El Espíritu Santo nos ayuda a desprendernos de falsos pensamientos, a liberarnos de errores, de odios y de envidias, y a superar otras cosas terribles que se hallan en nuestro corazón.
Jesús vence la influencia que el Diablo tiene sobre nosotros y hace que su Espíritu obre en nuestro interior. Este Espíritu nos lleva a aspirar las virtudes, a evitar cuidadosamente los vicios, a buscar la cercanía y la voluntad de Dios, a huir del pecado; más aún, a detestarlo; a identificar cada vez mejor las obras del Diablo y a rechazarlas.
De muchas maneras Dios viene a nuestro auxilio: nos instruye con su Palabra y por medio del auténtico Magisterio de la Iglesia, nos ofrece los sacramentos y en todo nos ayuda. El Espíritu Santo obra cada vez más intensamente en nosotros, en la medida en que lo escuchamos y seguimos sus directrices. Nos introduce más profundamente en la oración y en el verdadero amor al prójimo, nos permite reconocer los enredos en que se hallan las otras personas, a quienes amamos y consideramos cada vez más como hermanos nuestros. ¡Él nos invita a practicar las obras de la misericordia!
Tenemos que saber que el camino a recorrer es largo. El pecado nos ha marcado profundamente. Es cierto que no logró destruirlo todo, pero sí ha influido terriblemente en la vida del hombre. Su voluntad fue debilitada y su entendimiento obnubilado y, como consecuencia del pecado original, perdimos la originaria vida de gracia. ¡Qué terrible pérdida!
Pero Dios se apiadó de nosotros y quiere edificar su Reino en nosotros y para todos, como rezamos a diario en el Padrenuestro. Cuanto más resplandece su luz, tanto más retroceden las tinieblas.
El texto bíblico de hoy nos insiste en el amor fraterno y nos llama a la justicia, pues en ella también se refleja la presencia de Dios. El Diablo, en cambio, actúa injustamente en relación con Dios y con el hombre. Él envidia al hombre a causa de la gracia que Dios le ha conferido y en su odio nos persigue.
¡Pero Jesús triunfó sobre los poderes del mal y nos llamó a ser sus hermanos! Ahora, la semilla de Dios está profundamente sembrada en nosotros y su Espíritu nos ha sido dado. Es este Espíritu el que no puede pecar, porque Él mismo es Dios. Si permanecemos en Él o retornamos a Él después de cada error, lograremos con su misericordia y el poder de su gracia abandonar del todo las obras del Diablo y crecer cada vez más en el amor a Dios y a los hombres.
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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