Siguiendo el leccionario del Novus Ordo, la lectura de hoy nos relata la historia de Jonás y la ciudad de Nínive (Jon 3,1-10). Sus habitantes se convirtieron y, en consecuencia, fueron exonerados del castigo que les hubiera sobrevenido.
Tomémonos muy en serio este pasaje de la Sagrada Escritura durante nuestro itinerario cuaresmal, y tratemos de actualizarlo.
¿Cuál era la razón por la que Nínive iba a ser castigada? En el primer capítulo del Libro de Jonás, el Señor le habla en estos términos: “Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama contra ella que su maldad ha subido hasta mí”(Jon 1,2).
Esta maldad significa que se habían cometido graves pecados que, en base a la justicia, acarrean las respectivas consecuencias. El Profeta amenazó a la ciudad de Nínive de que le sobrevendrían estas consecuencias; pero, gracias a la conversión de sus habitantes, Dios la eximió de ser destruida.
Una y otra vez se repite en la Sagrada Escritura esta temática: las consecuencias de la idolatría y de los pecados graves son en sí mismas inevitables, si se lo considera desde el punto de vista de la justicia. Sólo la conversión y la penitencia pueden mitigarlas o, en el mejor de los casos, incluso evitarlas.
Pero, ¿cuál es la situación del mundo hoy en día?
No es difícil constatar que ciertamente no estamos mejor que Nínive en su tiempo. Hay tanta injusticia y diversas formas de idolatría a nivel mundial, de modo que también sobre el mundo de hoy se cierne la destrucción.
Recordemos cómo las medidas de los últimos años irrumpieron en la vida normal de las personas, hasta el punto de que incluso llegaron a cerrarse las puertas de las iglesias y cesó el culto público durante un tiempo. ¿Por qué habrá sucedido esto? Fue y sigue siendo una plaga con muchas consecuencias, cuyo alcance aún no podemos prever.
La terrible situación bélica en Ucrania encierra el peligro de una expansión hasta el punto de una amenaza nuclear. Podríamos enumerar muchos otros acontecimientos que nos hacen ver que estamos viviendo en una especie de escenario apocalíptico.
¿Es que las personas han entendido que la plaga del coronavirus y las medidas tomadas a raíz suyo eran una advertencia? ¿Han entendido que la amenazante guerra en Ucrania es una advertencia? ¿Han entendido que Dios lo permite porque el pecado prolifera y Él las está llamando urgentemente a la conversión?
¿Quién le anunciará esto a la humanidad? Con pocas excepciones, aun dentro de la Iglesia se guarda silencio sobre este tema. Quizá hoy en día uno ni siquiera se atreve a establecer tales relaciones o cree que ya no se puede decir las cosas así, para no causar escándalo.
La historia de Nínive nos señala cómo lidiar con tales amenazas. Los hombres han de convertirse y apartarse de sus malos caminos. Sólo así podrán salvarse y ser eximidos de la desgracia que amenaza con recaer sobre ellos. ¡No hay otro camino alternativo! Los habitantes de la gran ciudad lo comprendieron, empezando por el rey.
Pero, ¿qué sucede hoy en día? ¿Es que las personas todavía lo entienden?
Y ¿por qué es importante este tema en nuestro itinerario hacia la Pascua? Es importante para que profundicemos día a día nuestra propia conversión. Es importante comprender que podemos ofrecerle al Señor nuestra propia conversión para que perdone a la humanidad. Es importante que sepamos leer los signos cuando Dios está llamando a la conversión a través de los acontecimientos y saquemos las conclusiones correctas. No debemos pasar por alto, ciega e ignorantemente, el arca que el Señor construye para la salvación de la humanidad.
Estamos conectados con la humanidad entera. Si notamos que nuestro mundo y sus habitantes están en peligro, si interpretamos correctamente las señales, entonces tenemos que asumir responsabilidad. Ésta consiste en actuar como los ciudadanos de Nínive.
Podemos transportar la situación desesperada en que se encontraba Nínive antes de su conversión a la condición en que se encuentra actualmente el mundo entero. Su maldad va en aumento y, por tanto, ya es hora de hacer todo lo que esté en nuestras manos para volvernos a Dios e implorar su misericordia sobre este mundo que se ha alejado de Él.
Éste es un servicio de amor y es asumir una especie de “responsabilidad profética”. No basta con lamentarnos sobre el estado en que se encuentra el mundo, sino que hemos de hacer lo que nos corresponda para apartar con nuestra conversión y penitencia la desgracia que se cierne sobre él.